La
Pascua
es
la
explosión
definitiva
del
amor.
Del
amor
de
un
Dios
que
en
Jesucristo
(verdadero
Dios
y
verdadero
hombre)
se
hace
pascua
para
nosotros,
se
hace
dolor,
injusticia,
muerte
por
nosotros
para
derrotar
definitivamente
al
dolor,
a
la
injusticia
y
a
la
muerte.
Y
si
su
paso
entre
nosotros
fue
el
paso
del
amor, su cruz y su pascua son la exaltación, la glorificación del amor. El amor llevado hasta el extremo, hasta el abismo y hasta lo más sublime.
Y
la
Pascua
no
es
magia:
“La
Pascua
(exclamaba
Benedicto
XVI)
no
consiste
en
magia
alguna.
De
la
misma
manera
que
el
pueblo
hebreo
se
encontró
con
el
desierto,
más
allá
del
Mar
Rojo,
así
también
la
Iglesia,
después
de
la
Resurrección,
se
encuentra
con
los
gozos
y
esperanzas,
los
dolores
y
angustias
de
la
historia.
Y,
sin
embargo,
esta
historia
ha
cambiado,
ha
sido
marcada
por
una
alianza
nueva
y
eterna,
está
realmente
abierta
al
futuro.
Por
eso,
salvados
en
esperanza,
proseguimos
nuestra
peregrinación
llevando
en
el
corazón
el
canto
antiguo
y
siempre
nuevo:
Cantaré
al
Señor,
sublime
es
su
victoria”.
La
Pascua
es
la
verificación
de
que
el
amor
vence
al
odio,
de
que
la
justicia
triunfa
sobre
la
injusticia,
de
que
el
sufrimiento
está
cuajado
de
valor
redentor, de que el mal no tiene la última y acaba sucumbiendo ante el bien, de la que la muerte es siempre derrotada por la vida.
La
Pascua
la
respuesta
a
los
interrogantes
que
siempre
inquietan
y
acongojan
el
corazón
del
hombre.
La
Pascua
es
la
certeza
en
el
encuentro
que
tanto
se
busca
y
persigue.
La
Pascua
es
el
clamor
de
eternidad
y
de
felicidad
que
late
en
el
alma
humana.
La
Pascua
es
la
demostración
de
que
procedemos
de
Dios
y
a
Él
nos
encaminamos.
La
Pascua
es
la
vocación
y
la
heredad
de
la
sufriente
y
anhelante
humanidad
de
hoy,
de
ayer
y
de
siempre,
la
brújula
de
su
caminar vacilante, entre gozos y sombras, entre esperanzas y frustraciones.
Tenía
que
ser
así.
Ni
sido
hemos
creado
de
la
pura
y
material
nada,
ni
por
nadie,
ni
nos
dirigimos
a
la
destrucción
y
al
olvido.
La
vida
no
es
un
absurdo
insoportable,
una
imposible
utopía.
La
vida
no
es
quimera.
La
vida
tiene
sentido.
La
historia
tiene
esperanza.
La
humanidad
tiene
futuro,
futuro
para
siempre.
Somos
ciudadanos
de
los
cielos
nuevos
y
de
la
tierra
nueva,
de
la
humanidad
nueva
y
definitiva
inaugurada
por
Jesucristo.
La
existencia
terrena
no
es
una
inmensa
farsa,
sujeta
a
los
vaivenes
y
a
los
vientos
de
la
suerte,
del
destino
y
de
la
casualidad.
La
Pascua
es
la
causalidad
de
un
Dios
que
nos
creó,
que
nos
remidió
y
que
nos
santifica.
Somos
el
pueblo
de
la
Pascua.
Y
para
ello
necesitamos
ser,
en
primer
lugar,
discípulos
de
ella,
aprender
en
ella,
nutrirnos en ella; y después, testimoniarla con nuestras vidas y con nuestras obras.
Y
si
la
Pascua
es
la
luz
que
alumbra
sobre
las
tinieblas,
la
belleza
que
emerge
sobre
tantas
fealdades
aun
maquilladas,
el
bien
que
supera
el
mal,
el
perdón
que
elimina
el
rencor,
la
justicia
que
se
impone
sobre
la
injusticia,
la
esperanza
que
desvanece
la
desesperanza,
la
paz
que
vence
a
la
violencia,
la
vida
que
derrota
a
la
muerte,
el
amor
que
es
más
grande
que
el
odio,
a
nosotros,
Pueblo
de
la
Pascua,
nos
corresponde
aprender
de
esa
luz,
de
esa
belleza
de ese bien, de ese perdón, de esa justicia de esa esperanza, de esa paz, de esa vida y de ese amor. Y solo así y luego seremos testimonios vivos de ella.
Luz y belleza
Seremos,
pues,
luz
de
Pascua
alumbrando
e
iluminando
tantas
tinieblas
como
nublan
nuestros
horizontes
vitales.
La
luz
es
la
verdad,
es
la
que
nos
permite
caminar.
Y
es
la
que
nos
llega
de
la
necesaria
formación
y
de
la
correcta
información.
La
luz
no
se
esconde,
se
muestra
y
se
expande.
Como
esa
luz
de
la
vigilia
pascual,
que
en
el
corazón
de
la
noche
y
de
la
oscuridad,
surge
como
un
resplandor
que
irradia
y
se
contagia.
Por
ello,
la
liturgia
pascual
tiene
como
símbolo
excepcional
la
luz,
simbolizado
en
el
Cirio
Pascual,
de
cuya
luz
todos
recibimos
luz.
Es
luz
de
palabra,
es
la
luz
de
la
Palabra,
fuente
primera,
insustituible e inacabable de formación. Pues, en ella, en la Palabra, está el manantial de la verdadera sabiduría.
Seremos,
pues,
belleza
de
Pascua
frente
a
tantas
inmundicias
y
fealdades
con
el
resplandor
de
nuestra
propia
dignidad
de
cristianos.
La
belleza
de
la
Pascua,
cuyo
símbolo
litúrgico
bien
podrían
ser
las
flores
y
el
agua,
nos
obliga
a
los
cristianos
a
vivir
en
la
limpieza,
en
la
honradez,
en
la
honestidad.
Y
a
saber recuperar siempre su esplendor a través del Sacramento de la Confesión.
Bien y justicia
Seremos
así
mismo,
y
deberemos
ser,
pues,
el
bien
pascual
que
vence
al
mal.
El
mal
no
tiene
tampoco
la
última
palabra.
Ni
el
mal
presente
en
nuestro
mundo
de
tantas
y
diversas
y
hasta
sutiles
y
alambicadas
formas
ni
el
mal
que
coexiste
igualmente
entre
nosotros
y
en
nosotros
mismos.
El
cristiano,
la
criatura
nueva
de
la
Pascua,
ha
de
responder
al
mal
con
el
bien.
Como
hizo
Jesús
en
la
cruz.
Al
mal
no
le
puede
combatir
con
el
mal
pues
engendra
y
genera
más
mal,
mayor
mal.
La
única
manera
de
derrotarlo
es
con
el
bien.
Hacer
el
bien,
cotice
o
cotice
en
nuestro
mundo,
es
siempre
el
valor
seguro.
Al
igual que el que siembra vientos, recoge tempestades, el que siembra bien el bien recogerá el bien, aunque tantas veces pueda parecer lo contrario.
Seremos,
pues,
deberemos
ser
el
perdón
pascual
que
elimina
el
rencor
viviendo
y
practicando
el
evangelio
del
perdón
en
medio
de
nuestras
relaciones
personales,
laborales,
familiares.
Un
buen
ejercicio
de
Pascua,
una
buena
demostración
de
resurrección,
del
hombre
nuevo
de
Pascua,
será
hacer
las
paces,
buscar
la
reconciliación.
El
rencor
es
una
rémora
y
una
atadura,
que
nos
envuelve
en
la
espiral
y
la
dialéctica
estériles
no
solo
del
ojo
por
ojo,
sino
que
además
seca
nuestro
corazón
y
nos
atenaza.
El
perdón,
la
reconciliación
cristiana,
es
un
más
allá
de
la
lógica
del
tener
razón
y
que
nos
abre
a
la
generosidad
y
expande
nuestros
pulmones
del
alma.
Es
la
disponibilidad
para
dar
el
primer
paso.
Es
salir
en
primer
lugar
al
encuentro
del
otro,
ofrecerle
la
reconciliación,
asumir
el
sufrimiento
que
implica
la
renuncia
a
tener
razón.
Es
no
ceder
en
la
voluntad
de
reconciliación
y
de
esto
Dios
nos
dio
el
ejemplo,
y
esta
es
la
manera
de
llegar
a
ser
como
Él,
una
actitud
que
necesitamos
continuamente
en
el
mundo.
El
perdón
de
la
Pascua,
el
perdón
de
los
cristianos,
será
la mejor medio para saber pedir perdón y para saber perdonar de corazón.
Seremos,
pues,
la
justicia
pascual
que
se
impone
sobre
la
injusticia.
¡Qué
mayor
injusticia
y
atroz
injusticia
que
los
juicios,
las
condenas,
la
pasión
y
la
crucifixión
de
Jesucristo!
Pero,
como
Benedicto
XVI
nos
recordaba
anteriormente,
de
este
modo
y
mediante
Cristo
y
este
crucificado,
Dios
establece
su
justicia,
la
justicia
que
se
convierte
en
el
motor
para
luchar
en
pos
de
sociedades
mejores.
Obrando
el
bien,
sembrando
el
perdón,
construiremos
la
paz,
esa
paz pascual que vence siempre a la violencia, esa paz cuyo presupuesto fundamental es la justicia.
Conversión
“Sí,
hermanos,
la
Pascua
(subrayaba
Benedicto
XVI)
es
la
verdadera
salvación
de
la
humanidad.
Si
Cristo,
el
Cordero
de
Dios,
no
hubiera
derramado
su
Sangre
por
nosotros,
no
tendríamos
ninguna
esperanza,
la
muerte
sería
inevitablemente
nuestro
destino
y
el
del
mundo
entero.
Pero
la
Pascua
ha
invertido
la
tendencia:
la
resurrección
de
Cristo
es
una
nueva
creación,
como
un
injerto
capaz
de
regenerar
toda
la
planta.
Es
un
acontecimiento
que
ha
modificado
profundamente
la
orientación
de
la
historia,
inclinándola
de
una
vez
por
todas
en
la
dirección
del
bien,
de
la
vida
y
del
perdón.
Somos
libres,
estamos salvados. Por eso, desde lo profundo del corazón exultamos: Cantemos al Señor, sublime es su victoria”.
Pero
para
ello
“también
hoy
(prosigue
Benedicto
XVI)
la
humanidad
necesita
un
éxodo,
que
consista
no
sólo
en
retoques
superficiales,
sino
en
una
conversión
espiritual
y
moral.
Necesita
la
salvación
del
evangelio
para
salir
de
una
crisis
profunda
y
que,
por
consiguiente,
pide
cambios
profundos,
comenzando por las conciencias”.
Porque
la
felicidad
no
la
dan
ni
el
dinero,
ni
la
fama,
ni
el
éxito
ni
el
poder.
El
dinero
es
necesario,
pero
puede
esclavizarnos.
La
felicidad
no
se
compra
ni
se
vende
a
base
de
talonarios.
La
fama
y
el
éxito
son
fugaces
como
la
flor
de
heno
y
tampoco
garantizan
la
felicidad.
¡Tantas
atrapan,
envanecen,
encadenan!
Y
el
poder
si
no
se
vive
como
servicio
acaba
narcotizando,
alejando
de
la
realidad,
poniendo
al
servicio
y
no
el
poder
al
servicio
del
hombre.
Necesitamos una felicidad fiable: la felicidad -siquiera en prenda, en promesa, en semilla, en atisbos- de la Pascua.
Vida nueva
Y
así,
de
este
modo,
gracias
a
ella,
a
la
Pascua,
la
esperanza
se
abrirá
paso
en
medio
de
tantos
motivos
y
razones
para
la
desesperanza,
y
la
vida
derrotará
a
la
muerte,
a
todas
las
muertes,
las
del
cuerpo
y
las
del
alma.
Y
la
Pascua
nos
hará
defensores
y
promotores
incondicionales
de
ella,
de
la
vida,
desde
su
concepción
hasta
su
ocaso
natural;
y
defensores
y
promotores
incondicionales
de
la
calidad
de
vida
a
la
que
se
oponen
frontalmente
el
terrorismo,
el
paro,
las
injusticias
sociales,
la
crisis
económica,
la
pobreza,
la
especulación,
la
avaricia,
la
idolatrización
del
dinero,
la
explotación,
la
divinización
del
sexo
y tantas y tantas formas varias de mermar la vida, de condicionar y empobrecer la vida.
¡Claro
que
nos
cuesta
y
que
no
entendemos
el
dolor
y
el
sufrimiento!
Pero
ambos
van
intrínsecamente
unidos
a
la
condición
humana
y
desde
que
Jesús
los
asumió,
los
vivió,
los
padeció
y
los
glorificó,
son
ya
también
más
humanos
y
más
de
Dios.
Y
dígase
lo
mismo
del
envejecimiento
con
todas
sus
consecuencias.
¡Claro
que
nos
cuesta
y
no
entendemos
la
muerte,
la
página
más
dolorosa,
inevitable
e
insondable
de
la
existencia
humana!
Pero
la
muerte
es
menos
muerte
gracias
a
la
muerte
y
a
la
resurrección
de
Jesucristo.
Y
además,
¿qué
otra
alternativa
nos
queda,
que
otras
opciones
nos
dan
y
nos
garantizan
la
ciencia,
la
razón,
la
técnica,
el
desarrollo?
Y
además,
como
dijo
en
el
papa
en
la
vigilia
pascual,
tiene
que
haber
otro
paraíso,
otro
futuro,
otro
destino
a
este
terreno, a esta vida siempre caduca y vulnerable.
Con
la
Pascua
y
en
la
Pascua
resplandeció,
resplandece
y
resplandecerá
siempre
el
amor.
Ese
amor
que
es
más
grande,
más
poderoso,
más
hermoso,
más
fecundo
y
más
fecundador
que
la
muerte,
la
desesperación,
la
violencia,
la
injusticia,
el
odio,
el
rencor,
el
mal
y
las
tinieblas.
Ese
amor
salvador
que
es
Jesucristo
crucificado
y
resucitado,
nuestra
única
esperanza.
Y
es
que
¿no
es
esto
lo
que
clama
nuestro
corazón?
¿No
es
esta
la
sed
del
alma del ser humano de todos los todos los tiempos que suspira por ser saciada? Y es que ¿no es esto lo que dijeron y anunciaron las Escrituras?
La Pascua no puede esperar
“Id
a
Galilea,
allí
le
veréis”.
A
la
Galilea
del
afán
nuestro
de
cada
día.
Y
lo
veremos
en
su
Palabra,
en
sus
Sacramentos,
en
la
Caridad.
Y
veremos
y
su
rostro
transfigurado
y
glorioso.
Y
comprobaremos
sus
llagas
y
sus
heridas
en
nuestras
llagas
y
en
las
llagas
de
todos
nuestros
hermanos.
Y
contemplaremos
su
costado
abierto
y
traspasado
por
amor
que
solo
a
amor
llama
y
que
solo
cicatriza
con
amor.
Sí,
ahora
nos
toca
a
nosotros.
Nosotros
somos
sus
testigos.
La Pascua no puede esperar.
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