La
fiesta
de
Pascua
está
dotada
de
una
octava,
privilegiada
entre
todas
las
demás[1].
Pero
¿cómo
explicar
la
institución
de
esta
octava,
puesto
que
el
tiempo
pascual,
como
hemos
afirmado
al
comienzo
de
estas
páginas,
era
originariamente
una
solemnidad
ininterrumpida
que
abarcaba
todo
el
misterio
redentor
y
representándole
en
su
conjunto,
sin
distinguir
sus
etapas
sucesivas?
¿Qué
ha
sucedido
para
que
en
esta
solemnidad
pascual
de
una
duración
de
cincuenta
días,
se
haya
venido
a
insertar
una
octava
que
prolonga
una
semana
la
celebración
de
la
resurrección
del
Salvador?
La
respuesta
es
muy
sencilla.
La
octava
de
Pascua
no
fue
universalmente
admitida,
en
occidente
como
en
oriente,
sino
a
finales
del
s.
IV,
es
decir,
en
una
época
en
que
la
significación
primitiva
de
la
"cincuentena"
pascual
había
sido
ya
modificada
sensiblemente.
No
era
ya
tanto
la
representación
y
el
símbolo
del
único
misterio
divino
y
eterno
de
la
redención,
como
"la
conmemoración
histórica,
réplica
fiel
de
los
acontecimientos
de
la
redención
en
su
orden
cronológico:
muerte,
resurrección,
ascensión,
misión
del
Espíritu
Santo.
Entonces
se
comprende
que
el
ciclo
antiguo
de
siete
semanas
se
haya
podido
desdoblar
en
un
nuevo
ciclo
de
ocho
días,
definido
tan
sólo
por
el
día
de
Pascua,
por
la
resurrección,
por
uno
de
los
actos
redentores,
y
que
el
nuevo
ciclo
haya
recibido
sorprendentemente
un
carácter festivo y bautismal"[2].
Por
otra
parte,
la
Iglesia
tenía
sumo
interés
en
prolongar
durante
una
semana
entera
la
solemnidad
del
día
de
Pascua,
única
fiesta
bautismal
del
año,
para
permitir
a
los
neófitos
saborear,
en
su
original
frescura,
la
alegría
de
su
bautismo
y
dar
gracias
a
Dios
por
el
insigne
beneficio
que
acababan
de
recibir.
Prolongar
una
semana
la
fiesta
de
Pascua
era
además
seguir
el
ejemplo
de
los
judíos,
para
quienes
la
solemnidad
pascual
duraba
por
lo
menos
siete
días[3].
Nuestra
fiesta
de
Pascua
está
actualmente
dotada
de
una
verdadera
octava
que
termina
con
el
domingo
Quasimodo[4].
Sin
embargo,
tenemos
fuertes
razones
para
creer
que,
desde
el
principio,
la
celebración
de
la
fiesta
no
se
prolongaba
más
de
siete
días,
los
dies
baptismales,
y
que
se
terminaba
no
como
hoy,
en
el
domingo
Quasimodo,
sino
el
sábado
precedente,
el
sábado
in
albis,
cuya
importancia
litúrgica
era
superior
a
la
del
octavo
día,
como
se
advierte
aún por diversas peculiaridades[5].
La
liturgia
de
la
semana
de
Pascua
no
interesaba
solamente
a
los
neófitos
que
acababan
de
recibir
el
bautismo
durante
la
noche
pascual.
Brindaba
además,
preferentemente,
a
todos
los
que
habían
tenido
la
dicha
de
nacer
a
la
vida
de
Cristo
resucitado,
la
ocasión
de
renovarse
en
la
gracia
de
su
bautismo
y
de
expresar
a
Dios
su
agradecimiento
cada
vez
más
profundo.
Además,
los
cristianos
habían
tenido
mayor
facilidad
para
unirse
a
los
neófitos
y
tomar
parte
en
las
asambleas
litúrgicas,
durante
la
semana
de
Pascua,
puesto
que
se
habían
suspendido
los
negocios
seculares,
cerrado
los
tribunales
y
prohibido
los
intercambios
comerciales.
Tenemos
en
este
aspecto
innumerables
testimonios
patrísticos
y
disciplinares.
Graciano,
en
el
año
380,
y
Teodosio
en
el
389,
prohíben
las
sesiones
judiciales
durante
la
semana
que
precede
a
la
fiesta
de
Pascua
y
durante
la
siguiente.
En
un
sermón
que
predicó
como
clausura
de
la
semana
de
Pascua,
san
Agustín
comprueba,
no
sin
lamentarse,
que
los
días
de
fiesta
han
terminado
y
que
vuelven
a
reanudarse
los
contratos,
los
actos
judiciales
y
los
procesos[6].
El
concilio
in
Trullo,
celebrado
en
el
622,
prescribe
a
los
fieles
dedicarse
al
culto
divino,
durante
toda
la
semana,
desde
el
domingo
de
Pascua
hasta
el
domingo
siguiente[7].
Los
concilios
de
Maguncia
del
año
813,
Meaux
del
845,
e
Ingelheim
del
948,
ordenan
que
la
semana
de
Pascua
se
celebre
en
su
totalidad[8].
A
comienzos
del
s.
XII
es
cuando
se
ve
reducir
la
vacación
laboral
a
las
dos
primeras
ferias
que
siguen
al
domingo
de
Pascua que han conservado hasta nuestros días una solemnidad especial.
En
cuanto
a
los
ritos
que
tenían
lugar
durante
la
semana
pascual,
"obligaban
de
algún
modo
a
todos
los
cristianos
a
conmemorar
automáticamente
el
aniversario
de
su
bautismo.
Las
lecciones
que
se
leían
en
ella,
las
oraciones
que
se
recitaban,
los
gestos
que
realizaban
catecúmenos
y
neófitos,
todo
avivaba
en
su
espíritu
el
recuerdo
de
su
propio
bautismo;
y
los
esplendores
pascuales
les
recordaban
la
magnitud
de
los
misterios
que
se
habían
operado
en
sus almas"[9].
Indudablemente,
no
es
inútil,
para
apreciar
en
su
justo
valor
el
interés
que
presenta
en
la
actualidad
la
celebración
de
la
octava
pascual,
remontarnos
a
la
época
ya
lejana
en
que
numerosos
neófitos
participaban
en
una
liturgia
que
había
sido
compuesta
directamente
para
ellos
y
que
estaba
acomodada
para
hacerles
tomar
conciencia
de
todas
las
riquezas
de
su
bautismo.
De
hecho
sabemos
que
la
elección
de
los
diferentes
textos
del
misal
para
la
semana
in
albis,
lecturas,
oraciones
y
cantos,
estuvo
visiblemente
inspirada
por
el
afán
de
afirmar
la
fe
de
los
recién
bautizados
y
aumentar
el
fervor
de
su
gratitud
hacia
quien
les
había
comunicado
su
propia
vida
divina.
Pero,
por
rica
y
atrayente
que
pueda
parecernos
la
liturgia
de
la
octava
pascual
encuadrada
en
el
marco
histórico
en
que
se
desarrollaba
con
tanto
esplendor,
procuremos
no
sacar
la
conclusión
de
que
esta
antigua
y
tan
venerable
liturgia
no
responde
ya
a
nuestras propias necesidades y de que está desprovista, desde el punto de vista espiritual, de toda utilidad práctica.
Conceder
a
la
octava
pascual
un
interés
meramente
arqueológico,
no
ver
en
ella
otra
cosa
sino
un
respetable
residuo
del
pasado,
sería
ignorar
su
profunda
significación
y
suprimir
su
propia
razón
de
ser.
Pues
la
liturgia,
nunca
se
insistirá
demasiado
en
ello,
carece
de
verdadero
interés
si
no
sigue
siendo
viva
y
actual.
Aunque
los
textos
litúrgicos
de
la
octava
pascual
hayan
sido
seleccionados
y
compuestos
en
una
época
en
que
el
sacramento
del
bautismo
era
administrado
en
diferentes
condiciones
y
con
una
solemnidad
que
hoy
no
conocemos,
sin
embargo
esos
textos
no
han
perdido
nada
de
su
propia
virtud.
Se
ha
dicho
muy
acertadamente,
que
"para
todos
los
fieles,
la
semana
in
albis
mantiene
el
recuerdo
de
la
noche
luminosa
de
Pascua,
el
santo
orgullo
de
haber
sido
bautizados,
la
frescura
de
la
infancia
espiritual"[10].
No
sólo
nos
ayuda
a
profundizar
en
la
significación
de
la
fiesta
de
Pascua,
sino
principalmente
nos
permite revivir más profunda y extensamente este misterio.
Añadamos
a
esto
que
la
restauración
reciente
de
la
vigilia
pascual,
debido
a
la
importancia
que
en
ella
se
concede
a
la
renovación
de
las
promesas
del
bautismo,
refuerza
al
mismo
tiempo
la
importancia
de
la
semana
in
albis
y
le
confiere,
podemos
decir,
un
suplemento
de
actualidad.
Pues
no
todo
ha
terminado
cuando,
en
la
noche
de
Pascua,
los
cristianos
han
renovado
sus
promesas
bautismales
y
que,
por
alimentarse
con
el
Cordero,
han
participado
en
el
misterio
de
Cristo
inmolado
y
resucitado.
Es
menester
aún
que
puedan
disponer
de
algunos
días
para
dar
gracias
al
Señor
por
el
beneficio
recibido,
y
afianzarse en su conducta de verdaderos hijos de Dios.
Siendo
el
lunes
de
Pascua
la
única
feria
privilegiada
de
la
octava,
la
Iglesia
no
puede,
como.
antiguamente,
pedir
a
todos
los
bautizados,
antiguos
o
recientes,
participar
en
la
misa
estacional
que,
en
principio,
debería
celebrarse
solemnemente
cada
uno
de
los
días
de
la
semana
pascual.
No
obstante,
no
sería
pedir
demasiado
a
los
cristianos
que
asistieran,
en
lo
posible,
todos
los
días
de
la
octava,
y
con
verdadero
espíritu
de
acción
de
gracias,
al
sacrificio
eucarístico.
¿Por
qué
no
restaurar
en
nuestras
parroquias
la
antigua
y
saludable
costumbre
de
terminar
cada
feria
de
la
semana
in
albis
con
una
reunión
de
los
fieles
en
torno
a
la
pila
bautismal?
Sabemos,
efectivamente,
que
en
la
iglesia
romana,
el
domingo
de
Pascua
y
los
días
siguientes,
la
celebración
de
las
vísperas
pascuales
exigía
una
procesión
al
baptisterio
y
al
oratorio
de
la
cruz
donde
había
tenido
lugar
la
confirmación.
En
el
transcurso
de
esta
doble
estación
que
se
celebraba
en
estos
lugares,
se
cantaban
antífonas
apropiadas,
salmos
y
el
Magnificat[11].
No
tenemos
que
insistir
aquí
en
los
detalles
de
esta
función,
de
la
que
algunas
iglesias
de
Francia
han
conservado
ciertos
vestigios[12].
Pero
nos
parece
que
sería
de
gran
interés
volver
a
introducir,
revalorizándola,
una
práctica
que
se
podría
fácilmente
adaptar
a
las
circunstancias
actuales,
y
que
sería
muy
apropiada
para
fomentar
y
dasarrollar
en
los
cristianos la devoción al bautismo.
Liturgia estacional
Hubo
una
época
en
que,
cada
día
de
la
octava,
los
neófitos
de
la
noche
pascual
y
numerosos
fieles
se
reunían
en
uno
u
otro
de
los
santuarios
más
venerables,
tanto
de
la
ciudad
como
del
extrarradio
urbano
de
Roma,
para
tomar
parte
en
el
sacrificio
de
la
misa
que
se
celebraba
con
todo
el
esplendor
litúrgico
que
requiere
una
función
estacional.
Habiéndose
celebrado
la
noche
de
Pascua
en
la
archibasílica
de
Letrán,
y
habiendo
tenido
lugar
la
misa
de
la
mañana
en
santa
María
la
Mayor,
los
tres
días
siguientes
se
reunían
en
los
grandes
santuarios
que
se
elevaban
fuera
de
los
muros
de
la
ciudad,
sobre
los
sepulcros de los tres grandes protectores de Roma[13].
La
misa
estacional
del
lunes
de
Pascua
se
celebraba
en
san
Pedro,
en
el
Vaticano,
donde
se
encuentra
la
sepultura
del
príncipe
de
los
apóstoles;
la
del
martes,
en
San
Pablo
extra-muros,
donde
reposa
el
cuerpo
del
apóstol
de
los
gentiles;
y
la
del
miércoles,
en
san
Lorenzo,
en
la
vía
Tiburtina,
junto
a
la
confesión
del
gran
diácono,
cuya
memoria
sigue
siendo
tan
grata
a
la
piedad
romana.
El
jueves
de
la
octava
pascual,
neófitos
y
fieles
eran
convocados
en
la
basílica
colocada
bajo
el
patrocinio
de
los
santos
apóstoles,
todos
ellos
testigos
de
la
resurrección
del
Salvador.
Desde
hace
mucho
tiempo,
la
asamblea
litúrgica
se
celebra
en
Santa
María
de
los
Mártires,
panteón
de
Agripa
transformado
en
basílica
cristiana
por
el
papa
Bonifacio
IV
a
principios
del
s.
VII[14].
Finalmente,
el
sábado,
último
día
de
la
semana,
que
en
cierto
sentido
es
la
más
solemne
del
año,
la
asamblea
litúrgica
tenía
lugar
en
el
santuario
en
que,
siete
días
antes,
los
neófitos
se
habían
convertido
en
hijos
de
Dios.
Este
mismo
sábado,
a
la
salida
de
vísperas
y
después
de
una
estación
en
el
baptisterio,
los
neófitos
se
reunían
en
una
dependencia
de
la
basílica
de
Letrán
para
despojarse,
en
una
ceremonia
conmovedora,
de
las
túnicas
blancas
que
se
habían
vestido
al
salir
de
la
piscina
sagrada".
De
ahí
que
los
antiguos
sacramentarios
titulen
al
sábado
de
la
octava
pascual
Sabbatum
in
albis
deponendis,
sábado
de la deposición de las vestiduras blancas[15].
Lecturas litúrgicas
Primitivamente,
debía
haber
durante
la
octava
pascual,
en
Roma
y
en
Milán,
dos
series
de
misas,
la
primera
celebrada
de
madrugada
para
los
neófitos,
y
la
segunda,
a
la
hora
de
tercia,
para
honrar
más
especialmente
el
misterio
de
la
Resurrección[16].
El
formulario
actual
se
cree
que
proviene
de
la
fusión
de
estos
dos
tipos,
fusión
ciertamente
realizada
antes
de
finales
del
s.
VII.
En
todo
caso,
la
liturgia
de
la
octava,
tal
como
nos
la
ha
conservado
nuestro
misal
romano,
armoniza
acertadamente
los
textos
referentes
a
la
resurrección
del
Salvador
con
los
que
se
refieren
al
bautismo,
puesto
que,
según
san
Pablo,
por este sacramento penetramos en el misterio de Cristo inmolado y resucitado[17].
La
Resurrección
del
Salvador
es
el
hecho
históricamente
probado
sobre
el
que
se
asienta
nuestra
fe.
"Si
Cristo
no
resucitó,
declara
san
Pablo,
vana
es
nuestra
predicación,
vana
nuestra
fe"[18].
La
Iglesia
deseando
confirmar
y
fortalecer
nuestra
fe,
nos
recuerda,
en
sus
lecturas
litúrgicas,
los
más
decisivos
testimonios
concernientes
al
hecho
de
la
resurrección
del
Señor.
Los
evangelios
de
los
diferentes
días
de
la
semana
pascual,
tomados
intencionadamente,
y
según
el
orden
tradicional
de
los
cuatro
testigos
canónicos,
nos
transmiten
la
narración
auténtica
de
múltiples
apariciones
de
Cristo
resucitado[19].
Naturalmente,
para
el
domingo
Quasimodo
se
reserva
la
lectura
del
pasaje
en
que
san
Juan
narra
la
aparición
en
el
cenáculo
que
tuvo
lugar
el
octavo
día
después de la resurrección del Salvador.
Las
epístolas
de
la
semana
pascual
nos
permiten
oír
ante
todo
los
principales
testimonios
de
la
resurrección
de
Cristo
dados
por
los
apóstoles.
A
san
Pedro
corresponde
el
honor,
como
es
lógico,
de
tomar
el
primero
la
palabra.
El
es
quien
durante
la
misa
estacional
del
lunes
de
Pascua,
eleva
su
voz
en
esta
basílica
vaticana,
en
la
que
permanece
espiritualmente
presente,
para
atestiguar
que
Dios
ha
resucitado
a
su
Hijo
al
tercer
día
de
su
muerte[20].
Al
día
siguiente,
el
martes,
mientras
los
fieles
y
neófitos
se
reúnen
en
la
basílica
erigida
sobre
su
tumba,
san
Pablo
viene
a
su
vez
a
dar
testimonio
de
Cristo
resucitado[21].
El
miércoles
de
Pascua,
oímos
una
vez
más
a
san
Pedro
presentarse
como
testigo
de
la
resurrección
del
Salvador
y
afirmar
que
si
los
judíos
han matado al autor de la vida, Dios lo ha resucitado de entre los muertos[22].
Las
epístolas
de
los
tres
últimos
días
de
la
octava
nos
hablan
del
bautismo
y
sus
consecuencias.
La
lectura
del
jueves
nos
brinda
una
viveza
y
frescura
de
estilo
cuando
el
autor
del
libro
de
los
Hechos
de
los
apóstoles
nos
cuenta
el
bautismo
del
etíope,
oficial
de
la
reina
Candaces,
durante
su
retorno
de
Jerusalén
a
Gaza[23].
La
Iglesia,
como
es
justo,
confía
a
san
Pedro
el
cuidado
de
hablarnos
el
viernes
y
el
sábado,
con
la
autoridad
que
le
es
propia,
de
la
necesidad
y
grandeza
del
bautismo.
La
epístola
del
viernes
nos
muestra
que
este
sacramento
es
para
nosotros
el
único
medio
de
entrar
en
la
Iglesia,
al
que
prefiguró el arca famosa donde, por orden de Dios, se refugiaron Noé y los suyos para escapar del diluvio[24].
La
epístola
del
sábado,
verdadera
conclusión
de
este
septenario
bautismal,
tiene
especial
importancia[25].
Si
la
Iglesia,
apropiándose
este
texto
de
san
Pedro,
se
dirige
más
directamente
a
los
neófitos
que
debían
despojarse,
en
este
último
día
de
la
semana
in
albis,
de
las
túnicas
blancas,
símbolo
de
la
inocencia
bautismal,
entiende
además
que
debe
extenderse
a
los
demás
fieles.
En
esta
lectura
se
pueden
distinguir
tres
partes.
San
Pedro
exhorta
en
primer
lugar a los nuevos cristianos a despojarse de toda maldad, volviendo a la sencillez de la infancia, y a alimentarse de la leche espiritual del evangelio:
"Amadísimos:
Despojándoos,
pues,
de
toda
maldad
y
de
todo
engaño,
de
hipocresías,
envidias
y
maledicencias,
como
niños
recién
nacidos
apeteced
la
leche espiritual, para con ella crecer en orden a la salvación, si es que habéis gustado cuán suave es el Señor".
San
Pedro
recuerda
a
continuación
a
los
bautizados
que
habiéndose
convertido
en
piedras
vivas
de
la
Iglesia,
deben
apoyarse
mediante
la
fe
en
Cristo, fundamento inquebrantable colocado por Dios mismo, y rechazado por los judíos incrédulos:
"Acercaos
a
El,
como
a
piedra
viva
rechazada
por
los
hombres,
pero
escogida
y
preciosa
ante
Dios.
Vosotros,
como
piedras
vivas
sois
edificados
en
la
casa
espiritual
y
sacerdocio
santo,
para
ofrecer
sacrificios
espirituales,
aceptos
a
Dios
por
Jesucristo.
Por
lo
cual,
en
la
escritura
se
lee:
He
aquí
que
yo
pongo
en
Sión una piedra angular, escogida, preciosa, y el que creyere en ella no será confundido".
Para
concluir,
el
príncipe
de
los
apóstoles,
después
de
haber
aludido
a
la
maldición
que
pesa
sobre
todos
los
que
han
rechazado
a
Cristo,
reconoce
la
eminente
dignidad
de
los
cristianos
a
los
que
proclama
"linaje
escogido",
"sacerdocio
real",
"pueblo
santo",
cuya
misión
consiste
en
dar
testimonio
de
aquel
que de las tinieblas los ha llamado a su admirable luz:
"Para
vosotros,
pues,
los
creyentes,
es
honor,
mas
para
los
incrédulos
esa
piedra,
desechada
por
los
constructores
y
convertida
en
cabeza
de
esquina,
es
piedra
de
tropiezo
y
roca
de
escándalo.
Rehusando
creer,
vienen
a
tropezar
en
la
palabra,
pues
también
a
eso
fueron
destinados.
Pero
vosotros
sois
linaje
escogido,
sacerdocio
real,
nación
santa,
pueblo
adquirido
para
pregonar
el
poder
del
que
os
llamó
de
las
tinieblas
a
su
luz
admirable.
Vosotros
que
un
tiempo
no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios; no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis conseguido misericordia".
No hay pasaje en la sagrada Escritura que haga resaltar mejor que este texto de san Pedro las insignes prerrogativas que se derivan del bautismo.
Cantos de la Misa
Los
cantos
responden
a
las
lecturas,
pues
también
ellos
celebran
tanto
la
resurrección
de
Cristo
como
los
efectos
maravillosos
del
bautismo.
Todos
hacen
resaltar,
dentro
de
la
obra
redentora,
la
manifestación
de
la
sabiduría
y
poder
divinos.
Pero
las
piezas
musicales
que
más
merecidamente
reclaman
nuestra
atención
son
con
toda
seguridad
esas
sabrosas
antífonas
de
entrada
que
la
Iglesia
ha
tomado,
casi
todas,
con
su
libertad
acostumbrada,
del
Antiguo
Testamento.
La
más
notable
de
estas
antífonas
es
la
del
día
de
Pascua,
de
la
que
ya
hemos
hablado
anteriormente.
Las
antífonas
de
los
días
siguientes,
desde
el
lunes
hasta
el
sábado
in
albis,
acentúan
el
doble
aspecto
del
bautismo
que
prefiguró
antiguamente
el
paso
del
mar
Rojo.
Por
el
bautismo,
Dios
nos
ha
rescatado
de
la
servidumbre
del
príncipe
de
este
mundo,
y
además
nos
ha
dado
acceso
a
la
verdadera
tierra
prometida,
el
reino
de
los
cielos,
ya
realizado
en
la tierra en la Iglesia.
La
antífona
del
lunes
de
Pascua
recuerda
a
todos
los
cristianos
como
a
los
neófitos,
que
el
"señor
les
ha
introducido
en
una
tierra
que
mana
leche
y
miel",
para
que
su
ley,
la
ley
evangélica,
esté
siempre
en
sus
labios
a
la
par
que
en
el
corazón[26].
La
antífona
del
martes
afirma
a
su
vez
que,
por
las
aguas
del
bautismo,
el
Señor
ha
dado
a
beber
a
los
cristianos
su
propia
sabiduría.
Si
son
dóciles
a
la
acción
del
Espíritu
Santo
que
viene
a
ellos,
esta
sabiduría
divina,
lejos
de
doblegarse,
se
consolidará
y
se
desarrollará,
y
los
glorificará
por
toda
la
eternidad[27].
Cristo
en
persona
nos
deja
oír
su
voz
en
la
antífona
del
miércoles.
Se
dirige
a
quienes
por
el
bautismo
se
han
convertido
en
hijos
de
Dios:
"Venid,
benditos
de
mi
Padre,
poseed
el
reino,
aleluya,
que
os
está
preparado desde el principio del mundo, aleluya, aleluya, aleluya"[28].
Este
reino
que
Cristo
ha
venido
a
instaurar
sobre
la
tierra
y
que
se
consumará
en
la
gloria
del
cielo,
no
es
otro
sino
la
Iglesia[29].
La
antífona
del
jueves
proclama
otro
gran
beneficio
del
bautismo.
Cristo,
Sabiduría
encarnada,
ha
abierto
la
garganta
que
el
pecado
había
hecho
enmudecer
y
ha
desatado
las
lenguas
de
quienes
no
podían
hablar.
Lo
cual
ha
permitido
a
los
nuevos
bautizados,
durante
estas
fiestas
pascuales,
alabar
unánimemente,
a
una
sola
voz
y
con
un
solo
corazón,
la
mano
victoriosa
del
Señor
que
les
ha
ordenado
atravesar
las
aguas
del
bautismo
para
librarlos
de
la
esclavitud
del
pecado[30].
Pues
nadie
es
capaz
de
alabar
y
bendecir
al
Señor
si,
por
el
bautismo,
no
ha
pasado
de
la
muerte
a
la
vida
-declara
el
salmista[31].
¿No
es
gran
privilegio
de
los bautizados poder alabar como conviene la sabiduría y la misericordia del Salvador y entonar un cántico nuevo, el del agradecimiento?[32].
Sin
embargo,
los
neófitos
de
la
noche
pascual
no
podían
entrar
en
la
verdadera
tierra
prometida
sino
después
de
haber
escapado
del
poder
del
demonio,
como
antiguamente
los
israelitas
no
pudieron
ocupar
la
tierra
de
Canaán
sino
después
de
ser
libertados
de
la
esclavitud
de
Egipto.
Ahora
bien,
la
antífona
del
viernes
nos
muestra
al
Señor
renovando
por
el
bautismo,
en
favor
de
los
neófitos,
el
prodigio
que
había
realizado
antiguamente
anegando
en
las
olas
del
mar
Rojo
todo
el
ejército
del
Faraón,
carros
y
caballeros:
"El
Señor
los
sacó
llenos
de
esperanza,
aleluya,
y
el
mar
anegó
a
sus
enemigos,
aleluya,
aleluya,
aleluya"[33].
La
antífona
del
sábado
in
albis,
último
día
de
esta
gozosa
semana,
enlaza
con
la
precedente,
pues
nos
presenta
al
Señor
sacando
a
los
recién
nacidos
de
su
penosa
servidumbre,
con
transportes
de
júbilo
semejantes
a
los
que
sintieron
los
israelitas
al
huir
de
la
tierra
de
Egipto:
"Así
sacó
a
su
pueblo gozoso, aleluya, y a sus elegidos llenos de alegría, aleluya, aleluya"[34].
Por
lo
demás,
es
muy
natural
que
el
septenario
bautismal
termine
en
la
radiante
alegría
de
Pascua,
esa
misma
alegría
a
la
que
la
Iglesia
nos
invita
tan
vivamente
cada
día
de
la
semana,
repitiendo
en
el
gradual
y
en
los
versículos
del
oficio
la
invitación
del
salmista:
"Este
es
el
día
en
que
actuó
el
Señor;
sea
nuestra
alegría
y
nuestro
gozo"[35].
La
mayor
parte
de
los
versos
aleluyáticos
enuncian
brevemente
el
motivo
de
esta
alegría,
la
resurrección
de
Cristo.
Porque
"ha
resucitado
de
la
tumba
el
Señor
que
por
nosotros
fue
suspendido
en
el
madero
de
la
cruz"[36];
"El
Señor
ha
resucitado
verdaderamente
y
se
apareció
a
Pedro"[37];
"Cristo
ha
resucitado,
El
que
ha
creado
todo
y
ha
tenido
piedad
del
género
humano"[38];
"Pregonad
a
las
naciones
que
el
Señor
reina
sobre el madero de la cruz"[39].
Oraciones pascuales
Mediante
sus
lecturas,
que
recuerdan
los
principales
testimonios
referentes
a
la
resurrección
de
Cristo,
la
Iglesia
se
dedica
a
consolidar
la
fe
de
todos
los
bautizados.
En
los
cantos
de
la
misa,
en
las
antífonas
de
entrada
concretamente,
para
estimular
a
los
cristianos
a
la
gratitud
y
a
la
alegría,
resalta
a
través
de
evocaciones,
de
sabor
eminentemente
bíblico,
las
maravillosas
consecuencias
del
sacramento
que,
arrancándoles
de
la
esclavitud
del
pecado,
les
abre
las
puertas
del
reino
celestial.
En
las
diversas
oraciones
que
reza
el
sacerdote
en
cada
misa:
colecta,
oración
sobre
las
ofrendas
y
poscomunión,
la
Iglesia
se
preocupa de obtener para todo el pueblo fiel el pleno desarrollo de la vida bautismal. Esta preocupación es la que inspira la colecta siguiente:
"Oh
Dios
que
con
la
solemnidad
pascual
has
traído
al
mundo
la
salvación;
dígnate
derramar
sobre
tu
pueblo
dones
celestiales
para
que
merezca
alcanzar
la
perfecta libertad y progrese en el camino de la vida eterna"[40].
Teniendo
en
cuenta
que
la
eucaristía
es
el
verdadero
alimento
de
la
vida
bautismal,
la
Iglesia
pide
el
sábado
in
albis,
último
día
del
septenario,
que
por
la
virtud
de
este
sacramento
se
produzca
en
los
cristianos
un
constante
aumento
de
la
verdadera
fe[41].
Pero
no
se
puede
tener
fe
verdadera,
fe
viva,
sin
que
la
vida
práctica
esté
conforme
con
las
exigencias
del
bautismo.
Por
esto
la
colecta
del
martes
pide
para
los
nuevos
bautizados
y
para
los
antiguos,
la
gracia
de
conservar,
mediante
una
conducta
verdaderamente
cristiana,
el
misterio
que
han
recibido
por
la
fe.
En
cuanto
a
la
colecta
del
viernes,
pide
a
Dios
que reproduzcamos en nuestra actividad lo que profesamos celebrando la solemnidad pascual.
Naturalmente,
puesto
que
el
bautismo
comunica
a
los
cristianos
una
nueva
vida,
la
vida
de
Cristo,
es
necesario
que
exista
en
todos
los
"renacidos
de
la
fuente
bautismal",
y
esto
es
lo
que
pide
la
Iglesia
el
jueves
de
Pascua,
unidad
en
la
fe
y
en
la
caridad[42].
Que
derrame
el
Señor
el
Espíritu
de
su
caridad
para que, alimentados con los sacramentos de Pascua, por su misericordia permanezcan unidos en santa concordia[43].
Pero
no
basta
que
la
celebración
del
misterio
pascual
proporcione
a
todos
los
bautizados
un
sabor
anticipado,
más
o
menos
pasajero,
de
las
alegrías
eternas;
la
Iglesia
sobre
todo
desea
que
esta
celebración
sea
para
todos
un
medio
eficaz
de
llegar
a
la
bienaventuranza
eterna.
De
ahí
esta
petición
que
formula la colecta del miércoles:
"Oh
Dios
que
nos
alegras
cada
año
con
la
solemnidad
de
la
resurrección
del
Señor;
concédenos
benigno
que,
por
las
fiestas
celebradas
en
el
tiempo,
merezcamos llegar a las alegrías eternas".
Y expresa exactamente este mismo deseo en la colecta del sábado in albis:
"Oh Dios todopoderoso, que la devota celebración de estas fiestas pascuales nos merezca llegar a la alegría eterna".
Esta
oración
parece
muy
apropiada
para
cerrar
el
septenario
gozoso,
pues
se
trata
de
que
no
sólo
todos
nosotros
los
bautizados
que
celebramos
la
fiesta
pascual,
regocijándonos
en
la
tierra
por
la
victoria
conseguida
por
Cristo
sobre
la
muerte,
ya
hace
siglos,
sino
también
de
que
nos
dispongamos
a
reunirnos con nuestra cabeza en la gloria del cielo para participar también nosotros de la alegría de su resurrección.
Aparición del día octavo
El
septenario
bautismal
termina
el
sábado
in
albis,
llamado
así
en
nuestro
misal
porque
en
este
último
día
de
la
semana
antiguamente
los
neófitos
se
despojaban
de
las
túnicas
blancas
que
habían
vestido
la
noche
de
Pascua
después
de
su
bautismo.
Pero
para
superar
el
número
siete,
número
perfecto
de
la
antigua
ley
y
para
alcanzar
el
número
ocho,
número
perfecto
de
la
ley
nueva[44],
pareció
útil
y
conveniente
transformar
en
verdadera
octava,
añadiendo
el
domingo,
el
antiguo
septenario
bautismal.
Los
más
antiguos
sacramentarios
convierten
ya
al
domingo
que
sigue
a
la
semana
in
albis
en
día
octavo
de
Pascua[45].
Los
libros
litúrgicos
actuales:
misal,
breviario,
martirologio,
titulan
a
este
domingo:
Dominica
in
albis,
in
octava
Paschae[46].
Por
este
motivo,
este
domingo
llamado
comúnmente
de
Quasimodo
por
las
primeras
palabras
de
la
antífona
de
entrada,
se
nos
presenta
como
una
especie
de
complemento
o
última conclusión del septenario bautismal.
Hemos
visto
que
cada
feria
de
la
semana
implicaba
la
celebración
de
una
misa
estacional
en
la
que
los
fieles
se
unían
a
los
neófitos
de
la
noche
pascual.
La
misa
del
Domingo
Quasimodo
es
también
una
misa
estacional,
pero
la
función
litúrgica,
en
vez
de
celebrarse
en
una
de
las
grandes
basílicas
de
la
ciudad
o
del
extrarradio
urbano
de
Roma,
tiene
lugar
extra
muros
en
un
modesto
santuario
de
la
Vía
Aurelia
que
se
edificó
en
el
siglo
IV,
sobre
la
tumba
de
un pequeño mártir de doce años, san Pancracio, y restaurado en el s. VII por el papa Honorio.
Todo
el
interés
litúrgico
de
este
domingo
de
Quasimodo
se
centra
en
el
evangelio
de
la
misa
y
las
consecuencias
que
de
él
se
derivan.
Es
normal,
puesto
que
estamos
en
el
octavo
día
después
de
Pascua,
que
la
Iglesia
nos
ofrezca
como
lectura
el
trozo
del
evangelio
de
san
Juan
donde
se
nos
narra
la
escena
de
que
fue
testigo
ocho
días
después
de
la
resurrección
del
Salvador[47].
En
efecto,
por
la
tarde
del
primer
día
de
la
semana,
Cristo
se
apareció
a
sus
apóstoles
reunidos
en
el
cenáculo
de
Jerusalén,
les
mostró
sus
manos
y
su
costado
que
había
sido
taladrado.
Pero
santo
Tomás
que
no
había
asistido
a
esta aparición del Salvador, se negó a creer que Cristo hubiese resucitado. Entonces, nos cuenta san Juan:
"Los
otros
discípulos
le
decían:
Hemos
visto
al
Señor.
Pero
él
les
contestó:
Si
no
veo
en
sus
manos
la
señal
de
los
clavos,
si
no
meto
el
dedo
en
el
agujero
de
los
clavos
y
no
meto
la
mano
en
su
costado,
no
lo
creo.
A
los
ocho
días
estaban
otra
vez
dentro
los
discípulos
y
Tomás
con
ellos,
llegó
Jesús,
estando
cerradas
las
puertas,
se
puso
en
medio
y
dijo:
Paz
a
vosotros.
Luego
dice
a
Tomás:
Trae
tu
dedo,
aquí
tienes
mis
manos;
trae
tu
mano
y
métela
en
mi
costado;
y
no
seas
incrédulo,
sino
creyente.
Contestó
Tomás:
¡Señor
mío
y
Dios
mío!
Jesús
le
dice:
¿Porque
me
has
visto
has
creído?
Dichosos
los
que
crean sin haber visto".
La fe en Cristo Señor
La
breve
exclamación
del
apóstol
en
presencia
de
Cristo
resucitado
expresa
admirablemente
la
fe
de
nuestro
bautismo.
El
acto
realizado
por
santo
Tomás
es
un
acto
que
procede
de
una
fe
tan
total
como
profunda
y
viva,
puesto
que
de
un
solo
golpe,
reconoce
a
Jesús
como
su
"Señor"
y
su
"Dios".
Sustancialmente
todo
el
Credo.
Cuando
el
intendente
de
la
reina
de
Candaces
expresó
en
el
camino
de
Gaza
el
deseo
de
ser
bautizado,
el
diácono
Felipe
le
dijo:
"Si
crees
con
todo
tu
corazón,
todo
es
posible".
Como
respuesta,
el
eunuco
hizo
entonces
esta
sencilla
profesión
de
fe:
"Creo
que
Jesús
es
el
Hijo
de
Dios"[48].
Y
Felipe
le
bautizó
inmediatamente.
Esta
misma
fue,
firme
y
plena,
la
profesión
de
fe
de
san
Pedro
en
Cesarea:
"Tú
eres
el
Hijo
de
Dios
vivo"[49].
Efectivamente,
conviene
que
enfoquemos
nuestra
fe
no
como
la
adhesión
a
una
verdad
doctrinal,
a
una
enseñanza
moral
o
religiosa,
sino
sobre
todo
como
adhesión
personal
a
otra
persona,
la
persona
de
Jesús
reconocido
como
nuestro
Dios
y
Señor.
Para
san
Pablo,
la
fórmula
Jesús
es
el
Señor
es
la
expresión
de
la
fe
cristiana
y
resumen
de
todo
el
evangelio.
Encierra
sustancialmente
las
condiciones
de
nuestra
salvación:
"Porque
si
confesares
con
tu
boca
al
Señor
Jesús
y
creyeres
en
tu
corazón
que
Dios
le
resucitó
de
entre
los
muertos,
serás
salvo"[50].
"Pues
(observa
en
otro
lugar)
nadie
puede
decir
"Jesús
es
el
Señor", si no es bajo la acción del Espíritu Santo"[51].
Creer
que
Jesús
es
el
Señor,
o
mejor,
creer
en
el
Señor
Jesús,
es
evidentemente
creer
en
su
resurrección
de
entre
los
muertos
y
en
su
glorificación;
es
creer,
al
mismo
tiempo,
en
su
filiación
divina,
en
su
misión,
en
su
evangelio,
en
toda
su
obra,
en
la
Iglesia
y
en
las
enseñanzas
de
ésta.
Es,
por
consiguiente,
reconocer
los
derechos
que,
por
su
sacrificio,
ha
adquirido
el
Redentor
sobre
nosotros
y
nuestra
total
dependencia
respecto
de
El.
Pues
es
el
Señor, de todos y cada uno, "nuestro Señor", como preferimos llamarle con ternura y reverencia profunda.
Pero
no
debemos
reconocer
a
Cristo,
como
"Señor
nuestro"
sin
someternos
totalmente
a
El,
sin
plegarnos
a
su
voluntad,
sin
cumplir
su
ley,
sin
rendirle
el
homenaje
de
nuestra
alma
y
todas
sus
potencias,
el
homenaje
del
cuerpo
con
todos
sus
miembros[52].
Indudablemente,
creer
en
el
Señor
Jesús
implica
inicialmente
una
adhesión
de
la
inteligencia
iluminada,
por
la
luz
divina,
pero
esta
adhesión
no
es
completa,
efectiva,
si
no
abarca
todo
nuestro
ser
en
una absoluta sumisión a la voluntad del Señor.
¿Hay
algo
más
significativo
a
este
respecto
que
la
actitud
de
san
Pablo
en
el
momento
de
su
conversión?
Esta
actitud
ofrece
por
otro
lado
cierta
semejanza
con
la
de
santo
Tomás
cayendo
a
los
pies
del
Salvador.
Santo
Tomás
no
podía
decidirse
a
creer
que
Jesús,
que
había
sido
crucificado
y
sepultado,
hubiese
resucitado
como
había
predicho.
Su
estado
de
espíritu
era
el
de
los
demás
discípulos
antes
de
que
el
Señor
se
apareciera.
Santo
Tomás
estaba
desanimado,
desalentado.
Sin
embargo,
no
debiéramos
afirmar
que
había
perdido
realmente
la
fe
en
Cristo,
pues
siempre
formó
parte
del
colegio
de
los
doce
y
continuaba
viviendo
como
discípulo
del
Maestro.
Las
disposiciones
de
san
Pablo
en
el
momento
de
su
conversión
eran
muy
diferentes.
Resuelto
adversario
de
Cristo,
lo
perseguía
en
los
miembros
de
su
Iglesia.
Cuando
se
dirigía
a
Damasco,
respiraba
amenazas
de
muerte
contra
los
discípulos
del
Señor[53].
Desde
el
momento
en
que
cae
en
tierra
como
fulminado
por
Cristo
resucitado
en
las
condiciones
que
conocemos,
san
Pablo
quedó
cambiado
y
transformado
por
la
fuerza
de
la
gracia.
Reconoce
a
su
Señor
en
quien
le
ha
vencido,
y
se
pone
generosamente
a
su
disposición:
"Señor,
¿qué
quieres
que
haga?"[54].
Fidelidad a Cristo y Victoria de la fe
Según
el
ritual
actualmente
en
uso,
la
primera
pregunta
que
hace
el
sacerdote
a
quien
se
presenta
para
recibir
el
bautismo,
es
ésta:
"¿Qué
pides
a
la
Iglesia
de
Dios?".
A
esta
pregunta,
el
catecúmeno
debe
responder,
o
si
se
trata
de
un
infante,
el
padrino
responde
en
su
nombre:
"la
fe"[55].
Esto
no
debe
sorprendernos.
Indudablemente,
si
el
candidato
no
tenía
ya
la
fe
en
su
corazón,
no
pediría
el
bautismo.
Pero
aquí
la
Iglesia,
como
lo
hacia
san
Agustín,
identifica
de
algún
modo
el
bautismo
y
la
fe[56].
Ya
Tertuliano
llamaba
al
bautismo
"signo
de
fe",
y
también
"sello
de
la
fe"[57].
Según
la
expresión
tradicional
empleada
por
san
Agustín
y
frecuentemente
repetida
por
santo
Tomás,
el
bautismo
es
el
"sacramento
de
la
fe".
En
efecto,
por
el
bautismo
el
cristiano
entra
en
comunión
de
fe
con
la
Iglesia,
se
adhiere
perfectamente
a
Cristo,
del
que
se
convierte
en
miembro
vivo,
se
compromete
en
su
servicio.
En
consecuencia,
solamente merece el nombre de fiel aquel cuya vida está conforme a este compromiso.
Ahora
bien,
en
el
pensamiento
de
la
Iglesia,
la
octava
pascual
ofrece
a
todos
los
cristianos
una
ocasión
favorable
para
renovarse
en
su
fe
en
el
Salvador.
Con
la
antífona
de
la
comunión,
que
está
tomada
del
evangelio
del
día,
la
misa
del
domingo
Quasimodo
termina
precisamente
con
esta
recomendación que, prescindiendo del discípulo recalcitrante, se dirige a todos y cada uno de los bautizados: "No seas incrédulo, sino creyente".
También
es
importante
que
en
la
práctica
de
la
vida
cristiana
conservemos
el
beneficio
de
la
renovación
producida
en
nuestras
almas
mediante
una
fervorosa
celebración
de
la
solemnidad
pascual.
Esto
es
lo
que
nos
hace
pedir
la
Iglesia
en
la
colecta
del
domingo:
"Concédenos,
Señor
todopoderoso
que,
habiendo celebrado las solemnidades pascuales, conservemos, con tu gracia, su fruto en nuestra vida y costumbres"[58].
Está
fuera
de
duda
que
el
hecho
de
revivir
litúrgicamente
cada
año
el
misterio
pascual
tiene
como
efecto
hacer
más
profunda
y
sólida
nuestra
convicción
de
que
Cristo
resucitado
es
el
Señor,
"Nuestro
Señor"
para
cada
uno
de
nosotros.
Nos
ayuda
a
comprender
mejor
la
naturaleza
del
bautismo
y
el
alcance
de
nuestro
compromiso.
Recibimos
de
Cristo
mismo
mayor
luz
y
fuerza
para
responder
con
mayor
fidelidad
a
las
exigencias
de
nuestra
fe.
La
sumisión
al
influjo
de
Cristo
viviente,
se
hace
en
nosotros
más
total,
más
absoluta,
más
conforme
a
nuestra
consagración
bautismal.
Cada
fiesta
de
Pascua
merece
ser
considerada
como
el
punto
de
partida
de
una
nueva
vida,
no
solamente
para
los
neófitos
que
acaban
de
nacer
a
la
vida
de
Cristo
resucitado,
sino
para
todos
los
cristianos
que
han
participado
en
la
celebración
de
la
solemnidad
pascual
renovándose
en
la
gracia
de
su
bautismo.
De
unos
y
otros
se
puede
decir con toda verdad que caminan en una nueva vida.
Cuando
san
Juan
afirma
en
la
epístola
de
la
misa[59]
que
nuestra
fe
ha
vencido
al
mundo,
se
comprende
en
seguida
que
se
trata
de
la
fe
que
implica
un
compromiso
total
en
servicio
del
Señor,
la
fe
del
bautismo.
En
realidad,
solamente
Cristo
es
el
único
vencedor
del
mundo,
como
lo
ha
dicho[60].
Ahora
bien,
incorporado
a
Cristo
por
el
bautismo,
el
cristiano
participa
en
su
victoria
en
la
medida
en
que
permanece
bajo
el
influjo
del
Salvador
resucitado,
viviendo
y actuando en él.
Es
inútil
repetir
que,
para
vivir
su
bautismo
y
responder
fielmente
a
sus
exigencias,
es
necesario
ante
todo
guardar
la
pureza
de
la
fe.
Renovados
en
Cristo
por
la
celebración
de
las
solemnidades
pascuales,
los
cristianos,
como
los
neófitos,
deben
asimilarse
a
los
recién
nacidos.
No
pueden
crecer
y
desarrollarse
en
Cristo
sin
alimentar
su
alma
con
la
leche
purísima
del
evangelio[61].
De
ahí
arranca
esta
recomendación
que
la
Iglesia
dirige
maternalmente
a
todos
sus
hijos
para
introducirles,
mediante
la
antífona
de
entrada,
en
la
liturgia
del
domingo
Quasimodo:
"Como
niños
recién
nacidos,
aleluya;
con
toda
sabiduría, apeteced la leche espiritual sin engaño, aleluya, aleluya, aleluya"[62].
Finalmente,
la
Iglesia
no
acertaría
a
concluir
los
días
que
siguen
a
la
celebración
de
la
verdadera
Pascua,
estos
días
que
Romano
Guardini
llama
tan
acertadamente
"días
de
tránsito
hacia
lo
eterno",
sin
pedir
por
última
vez
al
Señor
que,
después
de
haber
sentido
la
alegría
de
la
solemnidad
pascual,
pueda
un día gozar de la plenitud de una alegría eterna. ¿No sucede el fruto a la flor?
[1]
La
octava
de
Pascua
es
hoy,
con
la
de
Pentecostés,
la
única
octava
privilegiada
de
primer
orden,
es
decir,
que
excluye
cualquier
otra
fiesta,
sea
la
que
sea su solemnidad. Pero la octava de Pentecostés no fue instituida sino después de la octava de Pascua y a imitación de ésta).
[2]
cf.
VANDENBROUCKE,
F;
"Les
origines
de
l'octave
pascale",
en
QLP,
XXXVII
(1946).
El
autor
de
este
artículo
afirma
que
la
octava
pascual
estaba
universalmente
admitida
en
oriente
a
fines
del
s.
IV.
Existía
en
Milán
en
tiempos
de
SAN
AMBROSIO,
y
en
Africa
en
tiempos
de
SAN
AGUSTIN
quien,
en
sus
sermones, pone de relieve el carácter bautismal de la octava. En cuanto a Roma, la octava pascual existía seguramente desde el s. V.
[3] cf. Levítico, 23, 4-5.
[4] Ya en el sacramentario gelasiano, al domingo Quasimodo se le llama Octava Paschae.
[5]
El
canto
Haec
est
Dies,
los
Alleluia
añadidos
al
Benedicamus
Domino,
la
secuencia
Victimae
Paschali,
el
prefacio
del
día
de
Pascua,
el
Communicantes
propio...
y
el
resto
de
particularidades
litúrgicas
de
la
semana
pascual
cesan
desde
el
sábado.
Por
otra
parte,
el
despojarse
de
las
túnicas
blancas
tenía
lugar
igualmente el sábado in albis deponendis en la misma Basílica de Letrán donde los neófitos habían recibido el bautismo durante la noche pascual.
[6] cf. AGUSTIN, Homilías, n. 259.
[7] cf. LECLERCQ, H; Histoire des Conciles, vol. III, p. 571.
[8] cf. LECLERCQ, H; Histoire des Conciles, vol. IV, p. 773.
[9] cf. LECLERCQ, H; op.cit, 4, p. 774.
[10] cf. GUERANGEFI, D; El misterio pascual y su liturgia, Barcelona 1959, p. 217.
[11] cf. GUERANGEFI, D; op.cit, p. 209.
[12]
En
algunas
iglesias
la
procesión
se
celebra
aún
después
de
las
vísperas
del
día
de
Pascua;
se
dirige
a
la
pila
bautismal,
deteniéndose
ante
la
cruz
triunfal
suspendida
a
la
entrada
del
santuario;
se
cantan
antífonas,
una
oración,
y
se
vuelve
cantando
el
salm
In
exitu
que
recuerda
la
salida
de
los
judíos
de
la
tierra
de
Egipto
y
que
en
estos
momentos
celebra
la
liberación
de
la
esclavitud
del
pecado
por
el
bautismo.
Por
lo
demás,
esta
costumbre,
allí
donde
existe, no es uniforme; tiene algunas variantes según los lugares.
[13]
Las
misas
estacionales
de
Septuagésima
y
Quincuagésima
se
celebraban
sucesivamente
en
estas
mismas
basílicas,
pero
siguiendo
el
orden
inverso,
ascendente, comenzando por la Basílica de San Lorenzo y terminando en la Basílica de San Pedro.
[14]
La
estación
del
viernes
en
la
Basílica
de
Santa
María
de
los
Mártires
no
debió
ser
anterior
al
s.
VII.
Ignoramos
en
qué
santuario
de
Roma
podía
tener
lugar
en
esta
época.
Apoyándose
en
algunos
textos
de
la
misa
donde
se
alude
a
la
muerte
redentora,
algunos
autores
suponen
que
la
estación
del
viernes
de
Pascua
era
como
una
réplica
de
la
estación
del
viernes
santo
que
tenía
lugar
en
la
Basílica
de
Santa
Cruz
de
Jerusalén
(cf.
MOLIEN,
Liturgie
de
l'année,
vol.
II, p. 384).
[15] cf. GUERANGEFI, Año Litúrgico, vol. III, Burgos 1965, p. 192 y ss.
[16] Esta doble celebración cotidiana tal vez justificaría la brevedad del oficio romano durante la octava de Pascua.
[17] cf. Romanos, 6, 3 y ss. [18] cf. 1 Corintios, 15, 14.
[19]
El
evangelio
de
MATEO
(28,
1-7)
se
lee
en
la
primera
Misa
de
Pascua,
y
el
de
MARCOS
(16,
1-7)
en
la
segunda.
Los
dos
días
siguientes,
lunes
y
martes,
se
lee
la
narración
de
dos
apariciones
de
Cristo
resucitado
según
LUCAS
(24,
13-55,
36-47).
Finalmente,
el
miércoles,
el
jueves
y
el
sábado,
las
lecturas
están
tomadas
del
cuarto
evangelio
(21,
1-14;
20,
11-18;
20,
1-9).
Se
debería
saber
por
qué
la
distribución
de
estas
últimas
lecturas
no
ha
seguido
el
mismo
orden
de
JUAN.
En
cuanto
al
evangelio
del
viernes,
está
tomado
de
MATEO
(28,
16-20).
Se
trata
del
relato
de
la
aparición
de
Cristo
que
ordena
a
sus
apóstoles enseñar y bautizar a todas las naciones.
[20]
cf.
Hechos,
9,
34-43.
[21]
cf.
Hechos,
13,
26-33.
[22]
cf.
Hechos,
3,
12-15,
16-19.
[23]
cf.
Hechos,
8,
26-40.
[24]
cf.
1
Pedro,
3,
18-22.
[25]
cf.
1
Pedro,
2,
1-10.
[26]
cf.
Exodo,
9,
5-9.
Como
se
ve,
MOISES
predice
a
los
hijos
de
Israel
la
liberación
de
la
esclavitud
de
Egipto
y
la
entrada
en
la
tierra
prometida.
Aquí
la
Iglesia, que se dirige a los cristianos, pone los verbos en pasado, porque la figura ya se ha cumplido.
[27] cf. Eclesiástico, 15, 3-5. [28] cf. Mateo, 25, 34.
[29]
Se
puede
observar
que
en
todos
estos
textos
litúrgicos
el
bautismo
está
considerado
desde
la
perspectiva
que
abre
a
los
cristianos
la
entrada
del
cielo.
Muy
merecidamente,
pues
la
vida
eterna
que
confiere
el
bautismo
es
ya
germinalmente
la
vida
del
cielo.
La
gracia
es
la
semilla
de
la
gloria,
semen
gloriae.
Entrar en la Iglesia por el bautismo es entrar en el reino de Dios que, comenzado en la tierra, se consumará en el cielo.
[30]
cf.
Sabiduría,
10,
20-21.
El
texto
de
esta
antífona
de
entrada
alude
al
cántico
que
entonaron
los
israelitas
después
de
atravesar
el
Mar
Rojo
(cf.
Exodo,
15, 9).
[31]
"No
son
los
muertos
los
que
te
alabarán,
Señor,
sino
los
que
vivimos
alabamos
al
Señor"
(cf.
Salmos,
113,
17-18).
Según
los
judíos,
las
almas
que
descendían al sheol no podían alabar a Dios.
[32]
El
salmo
que
sirve
de
antífona
de
entrada,
que
está
hoy
reducido
a
un
sólo
versículo,
se
halla
aquí
introducido
con
toda
naturalidad
por
el
canto
de
la
antífona. El salmo Cantate Domino representa el cántico de aquellos a quienes el bautismo ha abierto la boca.
[33] cf. Salmos, 77, 53.
[34] cf. Salmos, 104, 43. El vocablo electi designaba precisamente los candidatos al bautismo.
[35]
cf.
Salmos,
117,
24.
El
versículo
de
este
responsorio,
que
varía
cada
día
de
la
semana
in
albis,
está
tomado
del
mismo
salmo
117,
salmo
por
excelencia
del tiempo pascual, como ya hemos dicho.
[36]
Aleluya
del
martes
de
Pascua.
[37]
Aleluya
del
miércoles.
[38]
Aleluya
del
jueves.
[39]
Aleluya
del
viernes.
[40]
Colecta
del
lunes
de
Pascua.
[41]
Poscomunión del sábado. [42] Colecta del jueves. [43] Poscomunión del domingo y lunes de Pascua.
[44] cf. HILD, D; "La mystique du dimanche", en LMD, IX (1947), pp. 7-37.
[45] Como los sacramentarios gelasiano y gregoriano.
[46]
Hoy
en
nuestros
libros
litúrgicos,
este
domingo
después
de
Pascua
se
titula
Dominíca
in
albis.
Debería
titularse
más
exactamente
Dominica
post
albas
(es decir, depuestas). Este es el título que le dan algunos sacramentarios gregorianos, como el de Padua.
[47] cf. Juan, 20, 19-31. [48] cf. Hechos, 8, 37. [49] cf. Mateo, 18, 16. [50] cf. Romanos, 10, 9. [51] cf. 1 Corintios, 12, 3.
[52]
La
revista
Vers
l'unité
chrétienne,
boletín
del
Centro
Istina
(abril
1952),
se
lamenta
con
toda
razón,
de
que
en
la
formulación
del
acto
de
fe,
tal
como
lo
proponen
nuestros
manuales
de
catecismo,
ni
siquiera
se
nombre
la
persona
de
Cristo.
Sería
necesario
afirmar
lo
mismo
del
acto
de
caridad.
La
misma
revista
hace
esta
observación
muy
justa:
"Otra
ventaja
de
esta
manera
de
ver
en
la
persona
de
Cristo
el
objeto
central
de
nuestra
fe
consiste
en
que
nuestra
fe
aparece
entonces
de
golpe
en
la
complejidad
de
un
acto
humano
que
compromete
todo
nuestro
ser,
corazón,
espíritu
y
voluntad.
Efectivamente,
es
un
acto
por
el
cual
una
persona
(nosotros)
se
relaciona
con
otra
persona
viva
(Cristo),
reconociendo
y
aceptando
en
todo
su
alcance
lo
que
su
misterio
comporta
y exige".
[53]
cf.
Hechos,
9,
1.
[54]
cf.
Hechos,
9,
6.
[55]
cf.
Rituale
romanum,
Ordo
baptismi.
[56]
cf.
AGUSTIN,
Epístolas,
n.
98,
bajo
definición
de
"sacramentum
fidei,
fides est". [57] cf. TERTULIANO, De spectaculis, 24; De Paenitentia, 6.
[58]
El
axioma
"baptismus
est
fidei
sacramentum"
se
halla
repetido
unas
20
veces
por
SANTO
TOMAS
DE
AQUINO
que
lo
cita
en
la
mayor
de
su
raciocinio
en
cuatro
pasajes
de
la
Suma
Teológica.
El
catecismo
del
concilio
de
Trento
ha
subrayado
este
nombre
del
bautismo.
Lo
explica
así:
"Se
llama
sacramento
de la fe, porque aquellos que lo reciben hacen profesión general de fe cristiana; san Agustín es testigo de ello".
[59] cf. 1 Juan, 5, 4-10. [60] cf. Juan, 16, 33.
[61]
Como
todos
saben,
en
la
antigüedad
había
costumbre
de
dar
a
los
neófitos,
después
de
la
comunión,
una
mezcla
de
leche
y
miel
bendecida
por
el
pontífice.
Era
una
manera
de
darle
a
entender
que
el
bautismo
les
había
introducido
en
la
tierra
prometida.
El
vaso
de
leche
se
empleó
a
veces,
concretamente
en
las
pinturas
de
las
catacumbas,
para
simbolizar
la
eucaristía.
Pero
aquí,
según
el
contexto
de
la
carta
de
san
Pedro,
de
la
que
está
tomada
la antífona de entrada, (cf. epístola del sábado in albis) la leche sin mezcla, no falsificada, representa más bien la doctrina del evangelio
[62]
El
texto
de
la
Vulgata
pone
rationabile,
en
neutro.
Esta
es
la
lectura
que
ofrece,
como
hemos
visto,
la
epístola
del
sábado
in
albis.
Aquí,
en
el
texto
de
la
antífona,
leemos
rationabiles.
Las
traducciones
omiten
ordinariamente
esta
pequeña
modificación
del
texto
litúrgico.
Sin
embargo,
no
carece
de
interés.
Rationabiles
es
un
plural
que
se
refiere
necesariamente
a
infantes.
Estos,
aunque
sean
recién
nacidos
están
dotados
de
la
sabiduría
que
les
ha
comunicado
el bautismo y la confirmación, participando de la sabiduría de Dios.
.
SEMANA IN ALBIS
CONTACTO
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Teléfono: (957) 47 62 49| Email:
sanlorenzomartir.cordoba@gmail.com
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