El
Tiempo
Ordinario
ha
nacido
en
la
historia
y
se
desarrolla
en
el
tiempo;
por
tanto
es
necesaria
esta
introducción
histórica
si
se
quiere
conocer
su
naturaleza
íntima.
Ciertamente,
la
historia
no
es
el
único
ángulo
desde
el
cual
se
puede
conocer,
ni
siquiera
el
ángulo
más
importante;
pero
es
una
base
sólida
que
ilumina los restantes aspectos.
Las
dos
coordenadas
de
nuestro
estudio
serán
siempre
el
factor
tiempo
y
el
misterio
de
Cristo.
Ver
cómo
se
han
relacionado
en
el
pasado
para
establecer
la
norma
del
presente
y
avanzar
hacia
el
futuro
de
la
plenitud
del
misterio
de
Cristo.
La
reflexión
crítica
de
la
fe,
dado
que
se
trata
de
un
análisis
teológico, debe conducir nuestros pasos.
Tanto
en
el
pasado
como
en
el
presente,
el
año
ha
sido
la
unidad
de
tiempo
más
constante
y
definitiva
para
enmarcar
la
actividad
humana;
las
otras
unidades
(la
semana
y
el
mes),
que
tienen
también
como
base
el
día,
reciben
su
razón
de
ser
en
relación
con
el
año.
Podríamos
decir
que
el
valor
del
año
se
basa
en
su
propia
entidad
natural,
porque
no
es
otra
cosa
que
la
medida
del
tiempo
con
referencia
a
las
leyes
de
la
astronomía,
lo
cual
coincide
con
una
cierta evolución cíclica de la vegetación.
Por
esta
razón
los
orígenes
del
calendario,
como
medida
del
tiempo
humano,
se
remontan
a
la
época
prehistórica.
Nos
ayudará
en
nuestro
estudio
recordar, aunque sea de un modo muy elemental, de qué manera el hombre se ha situado en relación a la unidad de tiempo en el transcurso de los siglos.
Año lunar
Es
la
medida
del
tiempo
en
relación
con
el
movimiento
de
la
Luna
alrededor
de
la
tierra.
Se
regula
de
acuerdo
con
las
4
fases
mensuales
de
la
Luna.
La
duración
de
la
lunación
natural
es
fija,
pero
no
corresponde
a
un
número
entero
de
días
cósmicos.
Los
entendidos
en
estas
cuestiones
han
descubierto
que
el
ciclo
de
la
Luna
corresponde
exactamente
a
29
días,
12
horas,
44
minutos
y
28
segundos.
Este
ciclo
de
la
Luna
determinó
la
sucesión
de
los
meses,
y
la suma de las 12 lunaciones constituyó el año lunar.
Este
cómputo
de
tiempo
referido
a
la
luna
es,
sin
duda,
el
más
antiguo.
Es
el
predilecto
del
hombre
arcaico,
porque
las
fases
lunares
son
más
fácilmente observables. Los historiadores de las religiones explican el carácter sagrado que se atribuía a este fenómeno.
Año solar
Tiene
su
fundamento
en
el
movimiento
de
la
Tierra
alrededor
del
Sol.
Muy
pronto
el
hombre
se
dio
cuenta,
al
observar
el
retorno
de
las
estaciones,
de
esta
unidad
de
tiempo
que
es
el
año
solar.
Después
fue
posible
precisar
que
esta
unidad
constaba
de
365,25
días.
Este
descubrimiento
suponía
ya
un
grado
de cultura más evolucionado que el de la época pre-agraria anterior. De este modo, a los meses lunares se une el año solar.
El
problema
que
esta
doble
estructuración
del
tiempo
plantea
es
que
los
12
ciclos
anuales
de
la
Luna
no
se
corresponden
exactamente
con
los
365
días
de
la
rotación
de
la
tierra
alrededor
del
Sol.
De
donde
se
sigue
la
dificultad
de
hacer
coincidir
el
calendario
de
los
meses
con
el
del
año,
discordancia
que
hasta el momento presente no ha encontrado una solución satisfactoria.
Año judío
No
se
trata
aquí
de
hacer
la
historia
de
todos
los
calendarios,
sino
de
tener
presentes
aquellos
conocimientos
que
han
de
facilitar
nuestro
estudio
del
año litúrgico. Por ello sólo hablaremos del año judío y, después, del año romano, porque son los más directamente emparentados con nuestro tema.
El
año
judío
puso
su
acento
en
la
semana.
Recordemos
la
tradición
sacerdotal
en
la
redacción
del
primer
capítulo
del
libro
del
Génesis.
A
pesar
de
esta
referencia
a
la
creación,
hoy
día
se
tiene
la
certeza
de
que
la
semana
judía
primitiva
estaba
relacionada
más
directamente
con
las
fases
de
la
Luna,
de
ritmo septenario.
Hay
que
advertir
igualmente
que
la
agrupación
en
septenios
que
aparece
en
diversas
páginas
de
la
sagrada
Escritura
es
de
naturaleza
litúrgica,
ya
que
aparece
en
pasajes
particularmente
relacionados
con
las
fiestas.
En
efecto,
así
es
como
se
determina
el
aspecto
religioso
del
Sabath,
o
los
7
días
de
la
fiesta de los Azimos, o bien la fiesta de las Semanas, o finalmente la misma fiesta de los Tabernáculos.
El
precepto
del
Sabath,
que
presupone
la
semana
de
7
días,
aparece
constantemente
en
las
páginas
del
Pentateuco,
y
puede
afirmarse
que
es
anterior
a
la
semana
planetaria
de
los
griegos
y
de
los
romanos.
Lo
que
no
puede
precisarse
con
facilidad
es
la
fecha
de
su
aparición,
aunque
se
puede
afirmar que la semana de 7 días ya era conocida al comienzo de la monarquía de Israel.
En
general,
y
pese
a
que,
según
parece,
el
año
solar
ya
era
conocido
por
los
judíos,
éstos
se
regían
por
el
año
lunar.
En
la
más
remota
antigüedad,
los
judíos
empezaban
el
año
entre
los
actuales
septiembre
y
octubre,
en
el
tiempo
que
fue
llamado
posteriormente
Tishri
(palabra
babilónica
que
significa
"comienzo").
Más
adelante
se
impone
una
nueva
tradición,
según
la
cual
en
los
libros
de
la
Escritura
se
sitúa
el
comienzo
del
año
en
la
primavera.
Es
bien
conocido
el
texto
de
Exodo
donde
se
establece
la
ley
de
la
celebración
de
la
Pascua:
"este
mes
será
para
vosotros
el
principal
de
los
meses;
será
para
vosotros
el
primer
mes
del
año".
El
nombre
de
este
mes
es
Abib
(mes
de
las
espigas),
y
es
el
7º
mes
con
respecto
al
cómputo
anterior.
Después
del
exilio
aparece
ese
primer
mes
hebreo
con
los
nombres
babilónicos
de
Kisléu
y
Nisán.
Esta
duplicidad
en
el
comienzo
del
año
de
los
hebreos
se
ha
mantenido
durante mucho tiempo.
Por
influencia
profética,
el
Sabath
y
las
3
fiestas
judías
por
excelencia
reciben
una
significación
netamente
religiosa.
La
Pascua
marca
el
centro
del
año
y
en
ella
prevalece
el
sentido
soteriológico
sobre
el
agrario,
típico
de
la
fiesta
de
los
Azimos;
Pascua
es
la
fiesta
del
primer
mes.
Igualmente,
la
fiesta
del
mes
3º
y
la
del
mes
7º
evolucionarán
como
fiestas
que
recuerdan
y
hacen
presente
la
salvación
de
Dios.
La
primera,
la
fiesta
de
las
cosechas
(que
se
celebra
50
días
después
de
la
Pascua),
se
convertirá
en
la
fiesta
de
la
alianza
sinaítica;
la
otra,
la
fiesta
de
la
recolección
de
los
frutos
del
otoño,
pasará
a
ser
la fiesta de los tabernáculos.
Año romano
Los
romanos
contaban
al
principio
el
tiempo
de
una
forma
muy
primitiva.
Tenían
un
calendario
de
10
meses
de
30
ó
31
días.
Para
la
población
agrícola
el
año
comenzaba
a
principios
de
marzo,
lo
cual
daba
como
resultado
que
septiembre,
octubre,
noviembre
y
diciembre
eran
los
meses
7º,
8º,
9º
y
10º, respectivamente. Indicios de esta forma de nombrar a estos meses se encuentran todavía en la época patrística cristiana.
Fue
Julio
César
el
que
emprendió
la
reforma
científica
del
calendario.
Estableció
el
año
en
12
meses,
con
un
total
de
30
y
31
días
cada
uno,
en
meses
alternos
(excepto
febrero,
que
constaba
de
28
días).
Cada
4
años
este
mes
de
febrero
tendría
29
días,
porque
se
duplicaba
el
día
6º
antes
del
1º
de
marzo
(es
decir,
se
añadía
1
día
cada
4
años),
con
lo
cual
se
constituía
el
llamado
año
bisiesto.
Ya
el
nombre
de
bisiesto
nos
indica
que
se
trataba
de
la
repetición
del
día
6º
antes
del
1º
de
marzo;
más
exactamente
el
sextus
antes
de
las
calendas
de
marzo.
Debe
tenerse
en
cuenta
que
se
había
conservado
la
antigua
nomenclatura
lunar
de
las
calendas,
los
idus
y
nona.
Volveremos
a
encontrar
esta
forma
de
nombrar
los
días
en
la
época
cristiana.
El
nuevo
calendario (llamado "juliano") empezó a usarse en el año 45 a.C.
A
pesar
de
las
complicaciones
que
comportaba,
la
influencia
política
de
Roma
hizo
que
el
nuevo
calendario
se
impusiera
en
todo
Occidente.
El
calendario cristiano actual nace en relación con el calendario juliano. Prácticamente, la Iglesia latina lo adopta sin cambio hasta el s. XVI.
Año gregoriano
La
reforma
de
Julio
César
se
basaba
en
un
cálculo
que
atribuía
al
año
365
días
y
6
horas.
El
resultado
de
este
cálculo
era
que,
en
realidad,
cada
año
sobraban
11
minutos
(la
duración
exacta
del
año
es
de
365
días,
5
horas,
48
minutos
y
46
segundos).
La
suma
de
estos
11
minutos
que
sobraban
cada
año
alcanzaba en el s. XVI un total de 10 días.
El
Concilio
de
Trento
se
ocupó
de
este
asunto,
y
puso
en
manos
del
papa
la
tarea
de
encontrar
una
solución.
Fue
el
papa
Gregorio
XIII,
el
año
1582,
quien
emprendió
la
reforma
del
calendario
juliano.
Para
eliminar
los
10
días
que
sobraban,
se
suprimieron
del
año
mencionado
de
la
reforma;
así
en
el
mes
de
octubre
de
1582
se
pasó
del
día
4
al
día
15.
Y
para
que
esta
anomalía
no
volviera
a
repetirse,
se
decretó
que
los
años
del
principio
de
cada
centuria
no
fueran
bisiestos,
excepto
en
el
caso
que
las
2
primeras
cifras
fueran
divisibles
por
4
(así,
por
ejemplo,
el
año
1900
no
fue
bisiesto;
pero
lo
fue
en
cambio
el
año 2000).
Desde
que
en
el
V
Milenio
a.C.
Egipto
ideara
un
calendario
de
12
meses
de
30
días,
más
5
días
cada
año,
los
proyectos
se
han
multiplicado
hasta
hoy.
De
todos
modos,
el
año
posee
una
estabilidad
casi
tan
antigua
como
la
humanidad.
En
la
época
moderna
ha
existido
la
preocupación
de
conseguir
un
calendario
fijo
y
perpetuo.
A
partir
del
proyecto
de
1834
del
sacerdote
Marco
Mastrofini,
se
ha
suscitado
un
renovado
interés
para
resolver
definitivamente
esta
cuestión.
Muchas
personas
e
instituciones
se
han
preocupado
de
este
asunto,
que
se
presentó
a
la
Sociedad
de
Naciones
en
1922
y
a
la
ONU
en
1953.
Sin embargo, actualmente parece que esta cuestión ha perdido buena parte del interés suscitado.
La
Iglesia
Católica
ha
manifestado
en
el
Concilio
Vaticano
II
que
no
se
opondrá
al
establecimiento
de
un
calendario
perpetuo,
siempre
que
se
tenga
en cuenta la semana de 7 días con el domingo, así como el diálogo ecuménico.
No
entramos
ahora
en
el
estudio
de
los
innumerables
calendarios
de
Oriente
o
de
otros
lugares,
ni
tampoco
en
los
de
las
religiones.
Sólo
hemos
intentado
presentar
las
líneas
de
fuerza
que
interesan
para
nuestro
propósito.
Por
esta
razón
es
hora
ya
de
entrar
en
el
aspecto
directamente
cristiano
de
la
cuestión.
Año cristiano
Desde
el
punto
de
vista
histórico,
el
año
cristiano
no
ha
sido
otra
cosa
que
el
año
romano
pero
haciendo
memoria
en
su
interior
de
la
historia
de
la
salvación.
En
este
último
aspecto,
el
año
judío
juega
un
papel
muy
importante.
El
anuncio
de
los
hechos
salvíficos
que
contiene
ofrece
el
marco
para
celebrar
el
misterio
de
Cristo,
no
sólo
por
la
contingencia
histórica
en
la
cual
se
realiza
el
cristianismo
primitivo,
en
gran
parte
en
el
contexto
judío,
sino
por
la
íntima
unión que existe entre la figura y su cumplimiento. El mismo Cristo nos dice que no ha venido a abolir, sino a perfeccionar, a llevar a su término.
Puesto
que
la
Pascua
es
para
el
año
judío
el
centro
y
el
puntal
de
toda
la
historia
salvífica
(Pentecostés
y
Tabernáculos),
el
acontecimiento
pascual
se
realiza
plenamente
por
Cristo
y
así
inaugura,
para
nuestro
año,
la
presencia
cotidiana,
semanal
y
anual
del
misterio
de
Pascua.
Desde
este
punto
de
vista,
el
estudio de las fiestas judías ilumina la realidad cristiana.
La
manera
actual
de
contar
los
años
en
relación
con
el
nacimiento
de
Cristo
no
es,
ciertamente,
muy
antigua.
Fue
en
el
s.
VI
cuando
la
introdujo
el
monje
Dionisio
el
Exiguo.
Su
error
de
cálculo
en
4
ó
5
años
al
establecer
el
nacimiento
de
Cristo
tiene
muy
poca
importancia.
Esta
forma
de
contar
los
años
se
impuso
muy
lentamente.
Comenzó
a
usarla
el
monje
Beda
el
Venerable
(+
735)
en
Inglaterra,
y
hasta
el
s.
X
no
aparece
en
las
actas
reales;
no
suplanta
definitivamente a la antigua hasta el año 1431.
Año litúrgico
El
análisis
histórico
precedente
nos
indica,
en
parte,
el
camino
que
ha
seguido
la
formación
del
llamado
año
litúrgico.
Como
hemos
dicho,
el
año
litúrgico
supone
la
celebración
del
misterio
de
Cristo
en
el
curso
del
día,
de
la
semana
y
del
año
civil,
de
acuerdo
con
la
estructura
del
año
judío
y
siempre
en
relación con las 2 fiestas centrales de éste: el Sabath semanal y la Pascua anual.
La
sucesión
de
fiestas
y
de
tiempos
perfectamente
enmarcados
en
el
cuadro
de
un
año
no
existía
en
la
conciencia
de
la
primitiva
comunidad
cristiana.
Las
dos
colecciones
más
antiguas
de
formularios
de
la
misa
de
la
liturgia
romana
que
poseemos
no
nos
autorizan
a
suponer
una
organización
de
todo
el
año
que sea anterior al s. V:
-el Sacramentario Veronés, que no es anterior al s. V,
-el Sacramentario Gelasiano, que no se constituye hasta el s. VII, a pesar de que recoge materiales anteriores a esta época.
El
Sacramentario
Gelasiano
estructura
las
fiestas
y
los
tiempos
cristianos
con
más
independencia
del
año
civil,
y
nos
ofrece,
como
su
mismo
título
indica,
el
Liber
sacramentorum
romanae
ecclesiae
ordinis
anni
circuli.
Se
trata
del
primer
testimonio
de
una
ordenación
completa
del
año
litúrgico,
bastante
parecida
a
la
nuestra.
Es
en
esta
época,
con
la
aparición
de
los
restantes
libros
litúrgicos,
sobre
todo
leccionarios
y
Antifonarios
de
la
Misa,
cuando
se
concreta la organización litúrgica del año que nosotros tenemos.
¿Cuáles son, pues, los elementos primitivos? La respuesta es muy sencilla: el domingo y la Pascua.
En
el
lugar
correspondiente
veremos
cómo
estas
dos
fiestas
son
de
tradición
apostólica
y
constituyen
el
primer
fundamento
y
el
origen
de
la
organización de todo el año litúrgico.
Muy
pronto,
la
gran
Vigilia
de
Pascua
se
convertirá
en
el
triduo
pascual.
Este,
por
su
parte,
fundamentará
una
prolongación
de
la
fiesta
durante
50
días
y
creará
también
un
tiempo
de
preparación.
Más
adelante,
la
fiesta
de
Navidad
provocará
la
aparición
de
un
tiempo
de
preparación
relacionado
con
ella
y con la última venida gloriosa del Señor. La progresiva aparición de las otras fiestas del Señor y de los santos completará el cuadro.
Finalmente,
conviene
advertir
que
el
mismo
nombre
de
año
litúrgico
tiene
también
su
propia
historia.
En
los
Sermonarios
de
los
Padres
de
la
Iglesia
no
encontramos
la
expresión
año
litúrgico,
pero
sí
su
contenido.
Por
ejemplo
en
los
sermones
de
San
León
I
o
de
San
Agustín,
en
su
recorrido
por
las
celebraciones
litúrgicas
del
año
(obras
y
auténticas
fuentes
de
primer
orden
para
una
teología
del
año
litúrgico).
En
la
piedad
de
la
Edad
Media
encontramos
también
obras
de
espiritualidad
que
siguen
el
curso
del
año
litúrgico,
como
las
de
Santa
Matilde
y
Santa
Gertrudis
(obras
bastante
cercanas
a
la
devotio
moderna que de la piedad litúrgica, por cierto).
En
el
s.
XVII,
con
la
obra
de
Latourneux
sobre
el
año
cristiano
en
16
volúmenes,
comienza
a
introducirse
el
nombre
año
litúrgico.
De
contenido
más
espiritualista, la obra Croiset Exercices et piété (en las ediciones posteriores, Année chrétienne) es bien conocida de todos.
El
nombre
año
litúrgico,
usado
con
propiedad,
lo
encontramos
en
la
obra
L'année
liturgique-1840
de
Dom
Guéranger,
obra
de
15
volúmenes.
Los
9
primeros,
que
llegan
hasta
el
domingo
de
Pentecostés,
son
del
autor;
los
restantes
de
Fustiger.
No
hace
falta
indicar
que,
desde
entonces,
la
expresión
año
litúrgico aparece en innumerables autores de libros y de artículos y en la documentación oficial de la Iglesia.
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