"Bajó
con
ellos
y
vino
a
Nazaret
y
les
estaba
sujeto
y
su
madre
guardaba
todo
esto
en
su
corazón.
Jesús
crecía
en
sabiduría
y
en
gracia
delante
de
Dios
y
de los hombres".
Así,
de
una
tacada
y
en
4
líneas,
describe
san
Lucas,
el
único
evangelista
que
los
menciona,
los
18
años
que
van
desde
el
episodio
en
el
templo
hasta
la
vida
pública
de
Jesús.
Fueron
30,
en
total,
los
transcurridos
en
Nazaret
durante
su
llamada
vida
oculta,
o
sea,
corriente,
ordinaria
y
normal;
idéntica,
al
menos
en
apariencia,
a
la
de
cualquier
hijo
de
vecino.
Así
transcurrieron
el
90%
de
los
días
en
los
que
el
Hijo
de
Dios
compartió
con
nosotros
en
la
tierra
la condición humana.
Esta
condición
reviste,
en
todos
los
continentes
y
culturas,
las
más
variadas
expresiones,
pero
en
todas
partes
la
vida
se
distribuye
entre
las
jornadas
ordinarias,
repetidas
día
tras
día
e
iguales
entre
sí,
que
ocupan
más
fechas
en
el
calendario,
y
aquellas
otras,
de
carácter
festivo,
de
ocio,
o
al
menos,
de
actividades bien distintas de la ocupación habitual.
Baste
pensar
en
la
muchedumbre
silenciosa
de
las
amas
de
casa;
en
el
colectivo
inabarcable
de
los
alumnos
y
profesores
de
todos
los
centros
de
enseñanza
del
país,
desde
el
materno
infantil
hasta
el
doctorado;
en
el
ejército
de
los
funcionarios
del
estado,
de
la
sanidad,
de
la
industria,
del
comercio
en
todos sus niveles.
Asomándonos
a
ese
enjambre
de
la
gran
colmena
humana,
salta
a
la
vista
que,
para
la
inmensa
mayoría
de
nuestros
semejantes
el
trabajo,
junto
a
la
familia,
es
el
gran
eje
de
su
vida
y
un
camino
indispensable
de
su
autorrealización.
Si
aciertas
en
esos
dos
capítulos
de
tu
existencia,
no
sólo
tu
vida
ordinaria, sino tu vida como tal, está prácticamente asegurada.
La noria de los días
Vida
ordinaria
son
también
los
otros
mundos
de
la
persona;
el
descanso
y
el
ocio,
con
programas
bien
conocidos
para
el
fin
de
semana:
como
el
traslado
al
campo
o
las
actividades
religiosas,
culturales,
deportivas;
o
el
consumo
frenético
de
las
ofertas
de
televisión.
Así
los
días
laborables
y
los
paréntesis
festivos,
estos
cada
vez
más
dilatados,
se
van
articulando
como
engranajes
de
una
noria
en
la
que
se
implican
como
autómatas
miles
y
miles
de
seres humanos de la sociedad de consumo.
Es
innegable,
repito,
que
el
entramado
personal,
familiar,
profesional
y
social
del
propio
régimen
de
vida
es
el
que
desarrolla
nuestra
personalidad
y
que, sumado nuestro empeño al de millares y millones de otros hombres y mujeres, hace avanzar la historia hacia horizontes de progreso integral.
No
se
puede
ignorar,
sin
embargo,
el
impacto
que,
por
exceso
o
defecto,
por
fasto
o
por
nefasto,
produce
en
nuestra
persona
ese
rodaje
monótono
de
las
horas
y
los
días.
Por
ejemplo,
cuando
el
género
de
vida
de
incontables
individuos
(da
lo
mismo
varones
que
mujeres)
adolece
de
monotonía
y
no
despierta
interés
en
sus
protagonistas,
suele
desembocar
a
menudo
en
el
aburrimiento
y
merma
la
autorrealización
de
la
persona.
Allí
donde
no
hay
más
compensación
que
las
quinielas
y
bonolotos,
cuando
no
el
aturdimiento
fini-semanal
de
la
diversión
a
tope,
están
al
acecho
la
amenaza
del
alcohol
o
de
cosas peores.
No
sé
si
es
más
o
menos
frecuente
esta
otra
desviación
típica
o
tópica.
La
de
quienes
trabajan
febrilmente
exprimiendo
el
propio
sujeto
hasta
las
fronteras
del
estrés:
mujeres
madres
de
familia,
amas
de
casa
y
con
trabajo
fuera
del
hogar;
esposos
en
parecidas
circunstancias,
que,
sin
pluriempleo
u
horas
extras
hasta
la
extenuación,
no
pueden
hacer
frente
al
presupuesto
familiar,
al
que
previamente
le
fijaron
un
listón
bastante
alto,
para
sostener
un
cierto
standing
de
vivienda,
colegios
de
hijos,
marca
de
automóviles
y
relaciones
sociales.
¿Qué
ocurre?
Pues,
lo
de
siempre.
Esto
exprime
a
las
personas
y
les conduce a un progresivo empobrecimiento espiritual, cultural y cívico.
No envilecer lo ordinario
Jugando
un
poco
con
las
palabras,
bueno
es
barajar
un
manojo
de
vocablos,
adjetivos
casi
todos,
que
iluminan
el
significado
y
el
sentido
de
la
vida
cotidiana.
Ordinario
viene
de
orden.
¿Y
quién
puede
cuestionar
la
bondad
de
un
régimen
de
vida
sometido
a
un
ordenamiento
sabio
y
razonable?
Ordinario
también,
dicho
sin
reticencia
alguna,
es
lo
usual,
lo
acostumbrado,
lo
normal,
lo
comúnmente
aceptado
y
realizado
por
los
miembros
de
la
comunidad.
En
el
lenguaje
institucional
de
la
Iglesia,
se
llama
ordinario,
como
nombre,
no
como
adjetivo,
al
obispo
diocesano,
a
su
vicario
general
y
a
los
superiores
mayores
de
las
congregaciones
religiosas
con
sacerdotes.
En
Alemania,
los
obispados
se
llaman
ordinariatos.
Pero,
en
el
polo
opuesto,
y
con
uso
muy
frecuente
en
nuestro idioma, se califica de ordinario a un sujeto de malos modales y, a los productos que segrega, ordinarieces.
Cuando
hablamos
de
días
ordinarios
y
días
grises,
es
claro
que
no
vamos
por
ahí.
Pero
sí
registramos
una
realidad,
más
o
menos
patológica,
que
prolifera
lo
mismo
en
las
personas
que
en
las
instituciones,
siempre
que
se
repiten
a
diario
y
a
veces
durante
años
y
años,
determinados
clichés
de
la
conducta
personal
o
la
gestión
de
asuntos.
"Assueta
vilescunt"
decían
los
romanos.
Las
cosas
se
envilecen
por
su
repetición.
Y,
en
un
plano
más
hondo,
apuntando
a
la
conciencia
y
a
la
sensibilidad
de
las
personas,
que
estamos
detrás
de
esos
fenómenos,
no
cabe
la
menor
duda
de
que
la
rutina
nos
desgasta, merma nuestra atención, achata nuestra escala de valores y debilita, incluso hasta la alerta roja, el sentido de la responsabilidad.
Revisiones periódicas
No
esperemos
a
ocasiones
solemnes,
a
terribles
sacudidas,
a
conversiones
llamativas,
para
revisar
los
engranajes
de
nuestro
funcionamiento
rutinario
y
para
prestar
oídos
a
la
crítica
o
el
malestar
difuso
que
originan
nuestros
comportamientos.
Todos
nos
dormimos
sobre
los
laureles
y,
en
ocasiones,
por
nuestro
vuelo
corto,
nuestra
estrechez
de
horizontes,
nuestra
pereza
mental
o
nuestra
frialdad
de
corazón,
ni
siquiera
tenemos
laureles
sobre
los
que
apoyar la cabeza.
¡Nada,
empero,
ni
de
arredrarse,
ni
de
amilanarse
por
esto!
El
tono
gris
de
la
existencia
no
siempre
ni
las
más
de
las
veces
obedece
a
la
ausencia
de
motivaciones
recias
o
de
capacidad
de
entrega.
Con
la
mayoría
de
las
personas,
se
ha
demostrado
eso
con
creces
en
ocasiones
precedentes.
Urge
entonces
la
revisión
periódica,
lo
mismo
de
los
automóviles
que
de
sus
conductores.
¿Y
por
qué
no
también
de
las
instituciones:
diócesis,
parroquia,
movimiento, comunidad, grupo? En las restauraciones de monumentos se operan hoy en día auténticos prodigios. Todos somos manifiestamente mejorables.
¡Ven Espíritu Santo!
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