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Escribe S. Ambrosio:
“Que
resida,
pues,
en
todos
el
alma
de
María,
y
que
esta
alma
proclame
la
grandeza
del
Señor;
que
resida
en
todos
el
espíritu
de
María,
y
que
este
espíritu
se
alegre
en
Dios;
porque,
si
bien
según
la
carne
hay
sólo
una
madre
de
Cristo,
según
la
fe
Cristo
es
fruto
de
todos
nosotros,
pues
todo
aquel
que
se
con
-
serva puro y vive alejado de los vicios, guardando íntegra la castidad, puede concebir en sí la Palabra de Dios.
El
que
alcanza,
pues,
esta
perfección
proclama,
como
María,
la
grandeza
del
Señor
y
siente
que
su
espíritu,
también
como
el
de
María,
se
alegra
en
Dios,
su salvador; así se afirma también en otro lugar: Proclamad conmigo la grandeza del Señor.
El
Señor
es
engrandecido
ciertamente,
pero
no
en
el
sentido
de
que
reciba
por
medio
de
nuestras
palabras
algo
que
a
él
le
faltaba,
sino
porque
con
estas
palabras
él
queda
engrandecido
en
nosotros.
En
efecto,
porque
Cristo
es
la
imagen
de
Dios,
cuando
alguien
actúa
con
piedad
y
con
justicia
engrandece
la
imagen
de
Dios
-pues
todo
hombre
ha
sido
creado
a
su
imagen
y
semejanza-
y,
al
engrandecer
esta
imagen,
también
él
queda
engrandecido
por
una
mayor
participación de la grandeza divina” (Exp. In Luc., 2,26-27).
La Virgen María irrumpe en la alabanza divina; la Iglesia, en las Vísperas, no le canta a María, sino que canta con ella al Señor, canta con la Virgen y con las
mismas disposiciones espirituales del corazón de santa María.
“Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador,
porque ha mirado la humildad de su esclava”.
Éste es el canto de alabanza que entonó la Virgen María delante de su prima Isabel, en la visitación. Es la exultación de la Santísima Virgen a la acción
salvadora de Dios, que cumple las promesas hechas a Israel: ¡Dios es fiel!
Es éste un canto en el que la Virgen entrelaza distintos versículos de la Escritura y tiene un precedente que le inspira, el cántico de Ana, la madre de Samuel
(1S 2): “Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios… Se rompen los arcos de los valientes y a los cobardes los ciñe de valor; los hartos
se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan…”
Reconoce su pequeñez; no es una gran reina, o una gran señora de la corte. La madre del Salvador, purísima, santísima, inmaculada, es una joven anónima
de una aldea insignificante. Pero la mirada de Dios, que no se fija en las apariencias sino en el corazón, la ha elegido y predestinado. Ella reconoce esta
elección gratuita de Dios y su alma canta la grandeza de Dios con profunda alegría espiritual.
“Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación”.
Sabe la Virgen María que, por su maternidad, Dios lo va a cambiar todo; es un nuevo inicio, es la plenitud. No sólo afectará a sus contemporáneos, sino a
todos los hombres, de todos los tiempos. Por ello, todas las generaciones la felicitarán, y será grande la piedad y la veneración a la Santa Madre de Dios en
la Iglesia.
Dios ha obrado por medio de la Virgen, por ella nos vienen los dones de la salvación, por ella nos viene el Autor mismo de la salvación.
¡Dios es bendito, su nombre es santo! Es el Dios fiel que se reveló: “Yo soy el que soy” (Ex 3). ¡Qué admirable es su nombre en toda la tierra! Su
misericordia, que es eterna, llega siempre, una generación tras otra. Es compasivo y misericordioso.
“Él hace proezas con su brazo,
dispersa a los soberbios de corazón…”
La potente intervención de Dios destruye el caos que el pecado ha introducido en el mundo. Todo lo cambia. Lo que ante el mundo es fuerte, potente,
magnífico, queda anulado y triunfa la humildad, la sencillez y el corazón dócil. Comienza la Gracia.
“Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia,
como lo había prometido a nuestros padres,
en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.
El Antiguo Testamento era la promesa y la espera; ahora, pregona la Virgen María, entramos en el cumplimiento y la realidad de las promesas. La
salvación que Dios prometió a Abrahán y a su descendencia por siempre se introduce en nuestra historia humana, y tiene un nombre: Jesucristo Salvador, el
Unigénito de Dios.