CREO EN JESUCRISTO, SU ÚNICO HIJO, NUESTRO SEÑOR
El
segundo
artículo
del
Credo
es
el
centro
de
la
fe
cristiana.
El
Dios
confesado
en
el
primer
artículo
es
el
Padre
de
Jesús,
Ungido
por
el
Espíritu
Santo
como
Salvador del mundo.
Siendo
el
corazón
de
la
fe
cristiana,
la
fórmula
original
«Creo
en
Jesucristo,
su
único
Hijo,
nuestro
Señor»
se
desenvuelve
en
varios
artículos
de
nuestro
Credo:
nació,
padeció,
murió,
resucitó...
Es
decir,
la
fe
cristiana
confiesa
que
Jesús,
un
hombre
que
nació
y
murió
crucificado
en
Palestina
al
comienzo
de
nuestra era, es el Cristo, el Ungido de Dios, centro de toda la historia 1.
Esta
es
la
fe
y
el
escándalo
fundamental
del
cristianismo.
Jesús,
hombre
histórico,
es
el
Hijo
de
Dios
o,
lo
que
es
lo
mismo,
el
Hijo
de
Dios
es
el
hombre
Jesús. En Jesús, pues, aparece lo definitivo del ser humano y la manifestación plena de Dios.
1. CREO EN JESUCRISTO
a) Jesús el Ungido del Padre
La palabra JESUCRISTO -al unir Jesús y Cristo- es una confesión de fe. Decir Jesucristo es confesar que Jesús es el Cristo.
En
nuestro
lenguaje
habitual,
Jesucristo
es
una
sola
palabra,
un
nombre
propio.
Para
nosotros,
Jesús,
Cristo
y
Jesucristo
hoy
son
intercambiables.
Sin
embargo,
en
los
orígenes
del
cristianismo
no
fue
así.
Cristo
era
un
adjetivo.
Cristo,
aplicado
a
Jesús,
es
un
título
dado
a
Jesús.
San
Cirilo
de
Jerusalén,
de
origen griego, sabía muy bien el significado de Cristo en su lengua natal y así se lo explicaba a los catecúmenos:
Se le llama Cristo, no por haber sido ungido por los hombres, sino por haber sido ungido por el Padre en orden a un sacerdocio eterno supra-humano 2.
Cristo
significa
ungido,
no
con
óleo
común,
sino
con
el
Espíritu
Santo...
Pues
la
unción
figurativa,
por
la
que
antes
fueron
constituidos
reyes,
profetas
y
sacerdotes, sobre El fue infundida con la plenitud del Espíritu divino, para que su reino y sacerdocio fuera, no temporal como el de aquellos-, sino eterno 3.
Y
ya
antes,
en
el
Credo
romano
se
profesa
la
fe,
diciendo:
«Creo
en
Cristo
Jesús».
Esta
inversión
es
fiel
a
la
tradición
apostólica
del
Credo.
San
Clemente
Romano repite constantemente la misma fórmula: «En Cristo Jesús».
En
efecto,
Cristo
es
la
palabra
griega
(Christós),
que
significa
ungido
y
traduce
la
expresión
bíblica
hebrea
Mesías,
del
mismo
significado.
Cuando
Mateo
habla
de
«Jesús
llamado
Cristo»
(1,16)
está
indicando
que
en
Jesús
se
ha
reconocido
al
Mesías
esperado.
En
Cristo
ha
puesto
Dios
su
Espíritu
(Is
42,
1).
Jesús
de
Nazaret
es
aquel
a
quien
«Dios
ungió
con
el
Espíritu
Santo
y
con
poder»
(He
10,38).
Y
según
Lucas
(4,17-21),
el
mismo
Jesús
interpreta
la
profecía
de Isaías (61,1) como cumplida en sí mismo. El es, pues, de manera definitiva el Cristo, Mesías, el Ungido de Dios para la salvación del hombre.
En
la
Escritura
el
título
de
Cristo
-Ungido-
se
aplica
primeramente
a
reyes
y
sacerdotes,
expresando
la
elección
y
consagración
divinas
para
su
misión.
Luego
pasa
a
designar
al
destinatario
de
las
esperanzas
de
Israel,
al
MESIAS.
Cristo,
aplicado
a
Jesús
de
Nazaret,
era,
por
tanto,
la
confesión
de
fe
en
El
como
Mesías, «el que había de venir», el esperado, en quien Dios cumplía sus promesas, el Salvador de Israel y de las naciones.
Pedro,
el
día
de
Pentecostés,
lo
confiesa
con
fuerza
ante
el
pueblo
congregado
en
torno
al
Cenáculo:
«Sepa,
pues,
con
certeza
toda
la
casa
de
Israel
que
Dios
ha
constituido
Señor
y
Cristo
a
este
Jesús
a
quien
vosotros
habéis
crucificado»
(He
2,36).
Y
lo
mismo
hacían
los
demás
apóstoles,
que
«no
dejaban
de
proclamar en el templo y por las casas la buena noticia de que Jesús es el Cristo» (He 5,42).
Esto
es
lo
que
confesaban
con
valentía
Pablo
(He
9,22)
y
Apolo,
que
«rebatía
vigorosamente
en
público
a
los
judíos,
demostrando
con
la
Escritura
que
Jesús
es el Cristo» (He 18,28; Cfr. He 3,18.20; 8,5.12; 24,24; 26,23). Para lo mismo escribe Juan su Evangelio:
Jesús
realizó
en
presencia
de
los
discípulos
otras
muchas
señales
que
no
están
escritas
en
este
libro.
Estas
han
sido
escritas
para
que
creáis
que
Jesús
es
el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre (Jn 20,30).
b) El Mesías esperado
«Jesús es el Cristo», el Mesías esperado, confiesa la comunidad cristiana, fiel a la predicación apostólica, como la recoge insistentemente el Evangelio.
Ante
la
aparición
de
Juan
bautizando
en
el
Jordán,
las
«autoridades
judías
enviaron
desde
Jerusalén
sacerdotes
y
levitas
a
preguntarle:
¿Tú,
quién
eres?
Y
él
confesó
abiertamente:
yo
no
soy
el
Cristo»
(Jn
1,19-20).
Y
el
mismo
Bautista,
al
oír
lo
que
se
decía
de
Jesús,
enviará
desde
la
cárcel
a
dos
de
sus
discípulos con idéntica pregunta: «¿Eres tú el que había de venir o esperamos a otro?» (Lc 7,20).
Esta
expectación
mesiánica
nace
con
los
mismos
profetas
del
Antiguo
Testamento.
Tras
el
exilio
nace
en
el
pueblo
piadoso
una
corriente
mesiánica,
que
recogerá
el
libro
de
Daniel.
Se
esperaba
el
advenimiento
de
un
mundo
nuevo,
expresión
de
la
salvación
de
los
justos,
obra
del
Hijo
del
Hombre,
a
quien
Daniel
en
visión
ve
«que
le
es
dado
el
señorío,
la
gloria
y
el
imperio,
y
todos
los
pueblos,
naciones
y
lenguas
le
sirven.
Su
dominio
es
eterno,
nunca
pasará
y
su imperio jamás será destruido» (Dan 7,13-14).
En
Jesús,
confesado
como
el
Cristo,
ha
visto
la
comunidad
cristiana
realizada
esta
profecía.
Cristo
es
el
Hijo
del
Hombre,
como
El
mismo
se
denomina
tantas
veces en el Evangelio. El es quien instaurará el nuevo mundo, salvando al hombre de la esclavitud del pecado.
En el relato evangélico de la confesión de Pedro, Jesús llama bienaventurado a aquel a quien el Padre revela que El es el Cristo:
Jesús
les
preguntó:
¿Quién
dicen
los
hombres
que
es
el
Hijo
del
Hombre?
Ellos
le
dijeron:
Unos,
que
Juan
Bautista;
otros,
que
Elías;
otros,
que
Jeremías
o
uno
de
los
profetas.
Y
El
les
pregunta-
ba:
Y
vosotros,
¿quién
decís
que
soy
yo?.
Simón
Pedro
contestó:
Tú
eres
el
Cristo,
el
Hijo
de
Dios
vivo.
Replicando,
Jesús
le
dijo:
Bienaventurado
eres
Simón,
hijo
de
Jonás,
porque
no
te
ha
revelado
esto
la
carne
ni
la
sangre,
sino
mi
Padre
que
está
en
los
cielos
(Mt
16,13ss; Mc 8,27-30).
La confesión que Jesús mismo hace ante el Sumo Sacerdote de ser el Cristo es la razón última que provoca su condena a muerte:
El
Sumo
Sacerdote
le
dijo:
Yo
te
conjuro
por
Dios
vivo
que
nos
digas
si
Tú
eres
el
Cristo,
el
Hijo
de
Dios.
Dicele
Jesús:
Sí,
tú
lo
has
dicho
...Y
todos
respondieron: Es reo de muerte (Mt 26,63-66).
Como
dice
C.H.
Dodd:
«Un
título
que
El
no
niega
a
fin
de
salvar
su
vida,
no
puede
carecer
de
significado
para
El».
En
el
título
de
Mesías
está
encerrada
toda
su
misión,
su
vida
y
su
persona.
El
es
el
mensajero
de
Dios,
que
invita
a
pobres
y
pecadores
al
banquete
de
fiesta,
el
médico
de
los
enfermos
(Mc
2,17),
el
pastor de las ovejas perdidas (Lc 15,4-7), el que congrega en torno a la mesa del Reino a la «familia de Dios« (Lc 22,29-30).
c) Jesús: Hijo del Hombre y Siervo de Yavé
Hijo
del
Hombre
y
Siervo
de
Yavé
definen
a
Jesús
como
el
Mesías,
que
trae
la
salvación
de
Dios.
El
es
«el
que
había
de
venir»,
que
ha
venido.
Con
El
ha
llegado el Reino de Dios y la salvación de los hombres.
Pero
Jesús,
frente
a
la
expectativa
de
un
Mesías
político,
que
El
rechaza,
se
da
el
título
de
Hijo
del
Hombre,
nacido
de
la
expectación
escatológica
de
Israel.
El
trae
la
salvación
para
todo
el
mundo,
pero
una
salvación
que
no
se
realiza
por
el
camino
del
triunfo
político
o
de
la
violencia,
sino
por
el
camino
de
la
pasión y de la muerte en cruz (Filp 2,6ss). Jesús es el Hijo del Hombre, Mesías que entrega su vida a Dios por los hombres 4.
El
Mesías,
de
este
modo,
asume
en
sí,
simultáneamente,
el
título
de
Hijo
del
Hombre
y
de
Siervo
de
Yavé
(Is
52,13-53,12;
42,1
ss;
49,1
ss;
50,4
ss),
cuya
muerte
es
salvación
«para
muchos».
Jesús
muere
«como
Siervo
de
Dios»,
de
cuya
pasión
y
muerte
dice
Isaías
que
es
un
sufrimiento
inocente,
aceptado
voluntariamente, con paciencia, querido por Dios y, por tanto, salvador.
Al
identificarse
con
el
Siervo
de
Dios
y
asumir
su
muerte
como
muerte
«por
muchos»,
es
decir,
«por
todos»,
se
nos
manifiesta
el
modo
propio
que
tiene
Jesús
de
ser
Mesías:
entregando
su
vida
para
salvar
la
vida
de
todos.
El
título
que
cuelga
de
la
cruz,
como
causa
de
condena,
se
convierte
en
causa
de
salvación:
«Jesús,
rey
de
los
judíos»,
es
decir,
Jesús
Mesías,
Jesús
el
Cristo.
Así
lo
confesó
la
comunidad
cristiana
primitiva,
en
cuyo
seno
nacieron
los
Evangelios.
Mateo
comienza
el
Evangelio
con
la
Genealogía
de
Jesús,
hijo
de
David,
hijo
de
Abraham.
En
El
se
cumplen
las
promesas
hechas
al
patriarca
y
al
rey.
En
El
se
cumplen
las
esperanzas
de
Israel.
El
es
el
Mesías
esperado.
Y
Lucas,
en
su
genealogía,
va
más
lejos,
remontando
los
orígenes
de
Jesús
hasta
Adán.
Así,
Jesús
no
sólo
responde
a
las
esperanzas
de
Israel,
sino
a
las
esperanzas
de
todo
hombre,
de
todos
los
pueblos.
Es
el
Cristo,
el
Mesías
de
toda
la
humanidad (Mt 1,1-17; Lc 3,23-38).
Cuando
Jesús
se
bautiza
en
el
Jordán,
«se
abrieron
los
cielos
y
vio
al
Espíritu
de
Dios
que
descendía
en
forma
de
paloma
y
se
posaba
sobre
El.
Y
una
voz
desde
los
cielos
dijo:
Este
es
mi
Hijo
amado,
en
quien
me
complazco»
(Mt
3,16-17).
Los
cielos,
cerrados
por
el
pecado
para
el
hombre,
se
abren
con
la
aparición
de
Jesucristo
entre
los
hombres.
El
Hijo
de
Dios
se
muestra
en
público
en
la
fila
de
los
pecadores,
cargado
con
los
pecados
de
los
hombres,
como
siervo
que
se
somete
al
bautismo.
Por
ello
se
abren
los
cielos
y
resuena
sobre
El
la
palabra
que
Isaías
había
puesto
ya
en
boca
de
Dios:
«He
aquí
mi
siervo
a quien sostengo, mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi Espíritu sobre El» (Is 42,1).
Hijo
y
Siervo
(pais,
en
griego)
de
Dios
unidos,
apertura
del
cielo
y
sometimiento
de
sí
mismo,
salvación
universal
ofrecida
al
mundo
mediante
la
entrega
de
sí
mismo a Dios por los hombres: esta es la misión del Mesías.
Del
Jordán
Jesús,
conducido
por
el
Espíritu,
pasa
al
desierto
de
las
tentaciones.
Jesús,
el
Cristo,
asume
el
destino
de
Israel
en
el
desierto,
camino
de
la
realización
de
la
promesa.
Pero
Jesús
no
sucumbe
a
las
tentaciones
de
Israel.
A1
rechazar
convertir
las
piedras
en
pan,
manifiesta
que
no
es
el
Mesías
de
las
esperanzas
temporales
y
caducas;
El
trae
el
pan
de
la
vida
que
no
perece.
Con
la
renuncia
a
la
aparición
triunfal
en
la
explanada
del
templo,
manifiesta
que
no
es
el
Mesías
político,
que
busca
la
salvación
en
el
triunfo
y
el
aplauso.
Con
el
rechazo
del
tentador,
manifiesta
su
fidelidad
al
designio
del
Padre:
aunque
pase
por
la
humillación
y
la
muerte,
la
voluntad
del
Padre
es
camino
de
salvación
y
vida.
Donde
Israel
fracasó,
rompiendo
las
esperanzas
de
salvación para todos los pueblos, allí triunfa Cristo, llevando así a cumplimiento las promesas de salvación de Dios Padre (Mt 4,1- 11).
Pero
es,
sobre
todo,
en
la
cruz
donde
Jesús
se
muestra
plenamente
como
el
Mesías,
el
Cristo,
que
trae
la
salvación
plena
y
definitiva,
de
modo
que
«es
el
que
había
de
venir
y
no
tenemos
que
esperar
a
otro».
En
la
cruz,
Jesús
aparece
entre
malhechores
y
los
soldados
echan
a
suertes
sobre
su
túnica
(dos
rasgos
del
canto
del
Siervo
de
Isaías,
53,12).
En
la
cruz,
pueblo,
soldados
y
ladrones
se
dirigen
sucesivamente
a
El
con
el
mismo
reto:
«Salvó
a
otros;
que
se
salve
a
sí
mismo,
si
es
el
Mesías,
el
Cristo
de
Dios»,
«¿No
eres
Tú
el
Mesías?
Sálvate
a
ti
mismo
y
a
nosotros»
(Lc
23,34-49p).
Y
en
la
cruz,
sin
bajar
de
ella
como
le
proponen,
Jesús
muestra
que
es
el
Mesías,
el
Salvador
de
todos
los
que
le
acogen:
salva
al
ladrón
que
se
reconoce
culpable
e
implora
piedad,
toca
el corazón del centurión romano y hace que el pueblo «se vuelva golpeándose el pecho».
Pilato,
con
la
inscripción
condenatoria
escrita
en
todas
las
lenguas
entonces
conocidas
y
colgada
sobre
la
cruz,
lo
proclamó
ante
todos
los
pueblos
como
Rey,
Mesías,
Cristo.
La
condena
a
muerte
se
convirtió
en
profesión
de
fe
en
la
comunidad
cristiana.
Jesús
es
Cristo,
es
Rey
en
cuanto
crucificado.
Su
ser
Rey
es
el
don
de
sí
mismo
a
Dios
por
los
hombres,
en
la
identificación
total
de
palabra,
misión
y
existencia.
Desde
la
cruz,
dando
la
vida
en
rescate
de
los
hombres, Cristo habla más fuerte que todas las palabras: El es el Cristo.
Con El la cruz deja de ser instrumento de suplicio y se convierte en madero santo, cruz gloriosa, fuerza de Dios y fuente de salvación para el mundo entero.
Cristo
resucitado
podrá
decir
a
los
discípulos
de
Emaús
-y
en
ellos
a
todos
los
que
descorazonados
dicen
«nosotros
esperábamos
que
El
fuera
el
libertador
de Israel»-:
¡Que
insensatos
y
tardos
de
corazón
para
creer
todo
lo
que
anunciaron
los
profetas!
¡No
era
necesario
que
el
Cristo
padeciera
eso
para
entrar
así
en
su
gloria! (Lc 24,25-26).
d) Creo en Jesucristo
Desde
entonces
la
fe
cristiana
confiesa
que
«Jesús
es
el
Señor».
O
más
sencillamente,
uniendo
las
dos
palabras
en
una,
integrando
el
nombre
y
la
misión,
le
llama: JESUCRISTO.
Esta
transformación
en
nombre
propio
de
la
misión
unida
al
nombre,
como
la
conocemos
hoy,
se
llevó
a
cabo
muy
pronto
en
la
comunidad
cristiana.
En
la
unión
del
nombre
con
el
título
aparece
el
núcleo
de
la
confesión
de
fe
cristiana.
En
Jesús
se
identifican
persona
y
misión.
El
es
la
salvación.
El
es
el
Evangelio,
la
buena
nueva
de
la
salvación
de
Dios.
Acoger
a
Cristo
es
acoger
la
salvación
que
Dios
nos
ofrece.
Jesús
y
su
obra
salvadora
son
una
misma
realidad. El es JESUS: «Dios salva», Enmanuel: «Dios con nosotros»:
Es
contrario
a
la
fe
cristiana
introducir
cualquier
separación
entre
el
Verbo
y
Jesucristo.
San
Juan
afirma
claramente
que
el
Verbo,
que
«estaba
en
el
principio
con
Dios,
es
el
mismo
que
se
hizo
carne»
(Jn
1,2.14).
Jesús
es
el
Verbo
encarnado,
una
sola
persona
e
inseparable:
no
se
puede
separar
a
Jesús
de
Cristo,
ni
hablar
de
un
«Jesús
de
la
historia»,
que
sería
distinto
del
«Cristo
de
la
fe».
La
Iglesia
conoce
y
confiesa
a
Jesús
como
«el
Cristo,
el
Hijo
de
Dios
vivo»
(Mt
16,16).
Cristo
no
es
sino
Jesús
de
Nazaret,
y
éste
es
el
Verbo
de
Dios
hecho
hombre
para
la
salvación
de
todos.
En
Cristo
«reside
toda
la
plenitud
de
la
divinidad
corporalmente»
(Col
2,9)
y
«de
su
plenitud
hemos
recibido
todos»
(Jn
1,16).
El
«Hijo
único,
que
está
en
el
seno
del
Padre»
(Jn
1,18),
es
el
«Hijo
de
su
amor,
en
quien
tenemos
la
redención.
Pues
Dios
tuvo
a
bien
hacer
residir
en
El
toda
la
plenitud,
y
reconciliar
por
El
todas
las
cosas,
pacificando,
mediante
la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,13-14.19-20)5.
Jesús
no
ha
traído
una
doctrina,
que
puede
desvincularse
de
El;
ni
una
moral,
que
se
puede
vivir
sin
El;
ni
una
religión,
que
puede
vivirse,
irénicamente,
con
todos los creyentes en Dios, prescindiendo de El.
Confesar
a
Jesús
como
Cristo,
invocarle
con
el
nombre
de
Jesucristo,
significa
profesar
que
El
se
ha
dado
en
su
palabra.
En
El
no
existe
un
yo
que
pronuncie
palabras,
que
enseñe
verdades
o
dé
normas
de
vida,
sino
que
El
se
ha
identificado
de
tal
manera
con
su
palabra
que
son
una
misma
cosa:
El
es
la
Palabra. Y lo mismo vale con relación a su obra: su obra salvadora es el don de sí mismo.
La
fe
en
Jesús
como
Cristo
es,
pues,
una
fe
personal.
No
es
la
aceptación
de
un
sistema,
de
una
doctrina,
de
una
moral,
de
una
filosofía,
sino
la
aceptación
de una personal.
Por
otra
parte,
reconocer
al
Cristo
en
Jesús
significa
unir
fe
y
amor
como
única
realidad.
El
lazo
de
unión
entre
Jesús
y
Cristo,
es
decir,
la
inseparabilidad
de
su
persona
y
su
obra,
su
identidad
como
persona
con
su
acto
de
entrega,
son
el
lazo
de
unión
entre
fe
y
amor:
el
amor
en
la
dimensión
de
la
cruz,
como
se
ha
manifestado
en
Cristo,
es
el
contenido
de
la
fe
cristiana.
Por
eso,
una
fe
que
no
sea
amor
no
es
verdadera
fe
cristiana.
El
divorcio
entre
fe
y
vida
es
imposible en la fe cristiana 7.
2. SU UNICO HIJO
a) El Cristo es Hijo de Dios
La
confesión
de
Jesús
como
Cristo
supera
todas
las
expectativas
mesiánicas
de
Israel
y
de
cualquier
hombre.
Jesús
de
Nazaret,
el
Mesías,
es
el
Hijo
de
Dios.
Si
Jesús
no
sólo
ama,
sino
que
es
amor,
es
porque
El
es
Dios,
el
único
ser
que
es
amor
(1Jn
4,8.16).
La
radical
mesianidad
de
Jesús
supone
la
filiación
divina.
Sólo
el
Hijo
de
Dios
es
el
Cristo.
No
hay
otro
nombre
en
el
que
podamos
hallar
la
salvación
(He
4,12).
Como
dirá
San
Cirilo
de
Jerusalén
a
los
catecúmenos:
Quienes
aprendieron
a
creer
«en
un
solo
Dios,
Padre
omnipotente»
deben
creer
también
«en
su
Hijo
Unigénito»,
porque
«quien
niega
al
Hijo
no
posee
al
Padres
(1
Jn
2,23).
Dice
Jesús:
«Yo
soy
la
puerta»
(Jn
10,9),
«nadie
va
al
Padre
sino
por
mí»
(Jn
14,16);
si,
pues,
niegas
a
la
puerta,
te
cierras
el
acceso
al
Padre,
pues
«ninguno
conoce
al
Padre
sino
el
Hijo
y
aquel
a
quien
el
Hijo
se
lo
revele».
Pues
si
niegas
a
aquel
que
revela,
permanecerás
en
la
ignorancia.
Dice
una
sentencia
de
los
Evangelios:
«El
que
cree
en
el
Hijo
tiene
vida
eterna;
el
que
rehúsa
creer
en
el
Hijo,
no
verá
la
vida,
sino
que
la
cólera
de
Dios
permanece sobre él» (Jn 3,36)8.
En
Cristo
los
hombres
tenemos
acceso
a
la
vida
misma
de
Dios
Padre(Ef
3,11-12).
Participando
en
su
filiación
entramos
en
el
seno
del
Padre:
«¡Padre,
los
que
Tú
me
has
dado,
quiero
que
donde
yo
esté
estén
también
conmigo,
para
que
contemplen
mi
gloria,
la
que
me
has
dado,
porque
me
has
amado
antes
de
la creación del mundo!» (Jn 17,24). Por ello «quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y el en Dios» (1Jn 4,15;5,9-12).
Hablar
del
Hijo
de
Dios
es
hablar
de
la
acción
salvífica
de
Dios,
pues
«El
que
no
perdonó
ni
a
su
propio
Hijo,
sino
que
lo
entregó
por
todos
nosotros,
¿cómo
no
nos
dará
con
El
gratuitamente
todas
las
cosas?»
(Rom
8,32).
Mediante
el
Hijo
del
Padre,
recibimos
la
reconciliación
con
Dios
(Rom
5,10),
la
salvación
y
el
perdón de los pecados (Col 1,14) y nos hacemos también nosotros hijos de Dios:
Pues,
al
llegar
la
plenitud
de
los
tiempos,
envió
Dios
a
su
Hijo,
nacido
de
mujer,
nacido
bajo
la
ley,
para
rescatar
a
los
que
se
hallaban
bajo
la
ley,
a
fin
de
que
recibiéramos-
la
filiación
adoptiva.
La
prueba
de
que
sois
hijos
es
que
Dios
ha
enviado
a
nuestros
corazones
el
Espíritu
de
su
Hijo
que
clama:
¡Abba,
Padre!
De modo que ya no eres esclavo, sino hijo: y si hijo, también heredero por voluntad de Dios (Gál 4,4-7).
En
Cristo
se
nos
ha
mostrado
luminoso
el
rostro
de
Dios
y
nuestro
verdadero
rostro
de
hombre.
En
Cristo,
el
Hijo,
Dios
se
nos
ha
mostrado
como
Padre
y,
al
mismo tiempo, nos ha permitido conocer su designio sobre el hombre: llegar a ser hijos suyos acogiendo su Palabra, es decir, a su Hijo (Jn 1,12):
Muchas
veces
y
de
muchos
modos
habló
Dios
en
el
pasado
a
nuestros
padres
por
medio
de
los
profetas:
en
estos
últimos
tiempos
nos
ha
hablado
por
medio
del Hijo a quien constituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia (Heb 1,1-3).
Jesús,
como
Hijo,
es
la
revelación
última,
plena
y
definitiva
de
Dios.
En
El
Dios
ya
no
dice,
sino
que
se
dice,
se
da.
Jesús
es
el
Hijo
de
Dios,
que
existía
en
el
principio,
estaba
con
Dios
y
era
Dios
(Jn
1,1).
Al
encarnarse,
Dios
está
ya
definitivamente
con
nosotros.
El
es
Enmanuel:
«Dios
con
nosotros»
(Cfr.
Mt
1,23;
Ap 21,2; Zac 8,23).
Jesús
es
el
Hijo
eterno
del
Padre.
Si
se
nos
muestra
como
Hijo,
no
es
-como
en
nuestro
caso-
porque
se
haga
o
llegue
a
ser
Hijo;
lo
es,
no
por
elección
o
adopción,
sino
por
naturaleza:
«Hijo
consustancial
con
el
Padre»
desde
antes
de
los
siglos,
como
confesará
el
Credo
de
Nicea.
Y
como
explicará
San
Cirilo
en sus catequesis:
Cristo
es
Hijo
natural.
No
como
vosotros,
los
que
vais
a
ser
iluminados,
sois
hechos
ahora
hijos,
pero
en
adopción
por
gracia,
según
lo
que
está
escrito:
«A
todos
los
que
lo
recibieron
les
dio
poder
de
hacerse
hijos
de
Dios,
a
los
que
creen
en
su
nombre.
Ellos
no
nacieron
de
sangre,
ni
de
deseo
de
carne,
ni
de
deseo
de
hombre,
sino
que
nacieron
de
Dios»
(Jn
1,12-13).
Y
nosotros
nacemos
ciertamente
del
agua
y
del
Espíritu
(Jn
3,5),
pero
no
es
así
como
Cristo
ha
nacido del Padre 9.
La
relación
filial
de
amor
y
confianza,
de
conocimiento
y
revelación,
de
autoridad
y
poder
salvífico
entre
el
Hijo
y
el
Padre
se
prolongan
en
una
relación
de
naturaleza.
Jesús,
el
Hijo
encarnado,
revela
y
nos
hace
partícipes
en
el
tiempo
de
la
relación
y
comunión
personal
que
El
tiene
con
el
Padre
desde
siempre.
Desde
Jesús,
en
la
historia
humana,
conocemos
la
naturaleza
y
eternidad
de
Dios.
Lo
que
Jesús
es
entre
nosotros
de
parte
de
Dios
lo
es
en
sí
desde
la
eternidad.
«Las
procesiones
fundan
las
misiones
y
las
misiones
corresponden
a
las
procesiones»,
decía
la
teología
clásica.
Y
K.
Rahner
lo
traduce
hoy
diciendo
que
«la
trinidad económica es la trinidad inmanente». O, dicho de otra manera con C. Dodd, en su exégesis del cuarto Evangelio:
La
relación
de
Padre
a
Hijo
es
una
relación
eterna,
no
alcanzada
en
el
tiempo
y
que
tampoco
termina
con
esta
vida
o
con
la
historia
del
mundo.
La
vida
humana
de
Jesús
es,
por
decirlo
así,
una
proyección
de
esta
relación
eterna
(que
es
amor
divino)
sobre
el
área
del
tiempo.
Y
esto,
no
como
un
mero
reflejo
o
representación
de
la
realidad,
sino
en
el
sentido
de
que
el
amor
que
el
Padre
tuvo
por
el
Hijo
«antes
de
la
fundación
del
mundo»
y
al
que
Este
corresponde
perpetuamente,
opera
activamente
en
toda
la
vida
histórica
de
Jesús.
Esa
vida
despliega
la
unidad
del
Padre
y
del
Hijo
en
modos
que
pueden
describirse
como
conocimiento
o
inhabitación,
pero
que
son
tales,
no
en
el
sentido
de
contemplación
ensimismada,
sino
en
el
sentido
de
que
el
amor
de
Dios
en
Cristo
crea
y
condiciona
un
ministerio
activo
de
palabra
y
obra,
en
el
que
las
palabras
son
«espíritu
y
vida«
y
las
obras
son
«
signos»
de
la
vida
y
de
la
luz
eternas;
un
ministerio
que
es
también
un
conflicto
agresivo
con
los
poderes
hostiles
a
la
vida
y
que
termina
en
victoria
de
la
vida
sobre
la
muerte
a
través
de
la
muerte.
El
amor
de
Dios
así
derramado
en
la
historia,
lleva
a
los
hombres
a
la
misma
unidad
de
la
que
la
relación
del
Padre
y
del
Hijo
es
el
arquetipo
eterno
10.
La
confesión
de
la
filiación
divina
de
Jesús
no
es
una
curiosidad
racional.
Es
una
buena
noticia,
fruto
de
la
experiencia
cristiana
de
la
Iglesia:
el
cristiano
no
es
ya
hijo
de
la
ira,
ni
está
condenado
a
la
orfandad
definitiva
que
acosa
a
todo
ser
finito,
ni
vive
amenazado
por
la
soledad
irremediable.
En
Jesús,
el
Hijo
Unigénito
del
Padre,
el
cristiano
ve
realizada
la
llamada
de
Dios
a
la
vida
eterna.
Dios
tiene
un
Hijo,
es
decir,
no
es
soledad
sino
comunión
y,
por
ello,
la
vocación
del
hombre,
creado
a
imagen
de
Dios,
es
llegar
a
ser
en
Cristo
hijo
de
Dios,
pasar
de
la
soledad
y
aislamiento
en
que
le
ha
encerrado
el
pecado
a
la
comunión eterna con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo 11.
Esta
es
la
fe
de
la
Iglesia
desde
los
orígenes
hasta
nuestros
días.
La
confesión
de
Jesús
como
Hijo
de
Dios,
en
quien
Dios
nos
asume
a
una
existencia
filial,
es lo que confesamos en el Credo, eco vivo y permanente de la Escritura.
Marcos
llama
a
todo
su
Evangelio:
«Evangelio
de
Jesucristo,
Hijo
de
Dios»
(Me
1,1)
y
concluye
la
vida
de
Jesús
con
la
profesión
de
fe
del
centurión
romano,
quien al ver la muerte de Cristo confiesa: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Me 15,39).
Y
el
Apóstol
Pablo
afirmará
con
vigor
que
su
evangelio
no
es
otra
cosa
que
el
anuncio
de
esta
buena
nueva:
Jesús
es
el
Hijo
de
Dios
(Rom
1,3),
que
enviado
por
el
Padre
murió
por
nosotros
para
hacernos
conformes
a
El
y,
así,
participar
de
su
vida
filial
(Rom
8,3.29-32).
Y
Juan
concluirá
su
Evangelio
con
la
misma
confesión:
Estos
signos
han
sido
escritos
para
que
creáis
que
Jesús
es
el
Cristo,
el
Hijo
de
Dios,
y
para
que
creyéndolo
tengáis
vida
en
su
nombre»
(Jn
20,31).
Pues
«
en
esto
se
manifestó
el
amor
que
Dios
nos
tiene:
en
que
envió
al
mundo
a
su
Hijo
único
para
que
vivamos
por
medio
de
El.
En
esto
consiste
el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4.9-10).
Para
Juan,
pues,
como
para
Pablo,
la
fe
se
centra
en
la
confesión
de
Jesús
como
Mesías
e
Hijo
de
Dios.
Quienes
por
la
fe
entran
en
comunión
con
El
pasan
a una existencia nueva, tienen vida eterna, participando de la vida del Hijo:
A
todos
los
que
le
recibieron
les
dio
poder
de
hacerse
hijos
de
Dios,
a
los
que
creen
en
su
nombre,
los
cuales
no
han
nacido
de
sangre,
ni
de
deseo
de
carne,
ni
de
deseo
de
hombre,
sino
que
han
nacido
de
Dios.
Y
la
Palabra
se
hizo
carne
y
puso
su
Morada
entre
nosotros.
Y
hemos
contemplado
su
gloria,
gloria
que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Y de su plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (Jn 1,12-16).
Por ello, Pablo cantará lleno de exultación:
Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la Persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales...
El nos ha destinado en la Persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya (Ef 1,3-6).
b) El crucificado es el Hijo de Dios
¿En
qué
realidad
se
funda
esa
especial
relación
de
Jesús
con
Dios
que
nos
permite
llamarle
Hijo,
el
Hijo
Unigénito,
el
Hijo
querido?
El
Nuevo
Testamento
nos
describe
esa
relación
filial
de
Jesús
con
Dios
Padre.
Jesús
se
dirige
a
Dios
con
una
palabra
del
lenguaje
familiar,
como
se
dirige
un
niño
a
su
padre,
expresando su infinita confianza y amor: Abba, papá.
Jesús
es
confesado
como
Hijo
único
-Unigénito-
y
como
Primogénito
de
muchos
hermanos.
Los
Padres
se
complacen
en
comentar
esta
riqueza
y
la
diferencia que hay entre los dos títulos:
En
cuanto
es
Unigénito
(Jn
1,18)
no
tiene
hermanos,
pero
en
cuanto
Primogénito
(Col
1,15)
se
ha
dignado
llamar
hermanos
(Heb
2,11)
a
todos
los
que,
tras
su
primacía
y
por
medio
de
ella
(Col
1,18),
renacen
para
la
gracia
de
Dios
por
medio
de
la
filiación
adoptiva,
como
nos
lo
enseña
el
Apóstol
(Gál
4,5-6;
Rom
8,15-16).
Es,
pues,
único
el
Hijo
natural
de
Dios,
nacido
de
su
sustancia
y
siendo
lo
que
es
el
Padre:
Dios
de
Dios,
Luz
de
Luz.
Nosotros,
en
cambio,
no
somos
luz
por
naturaleza,
sino
que
somos
iluminados
por
aquella
Luz,
para
poder
iluminar
con
la
sabiduría.
Pues
«El
era
la
Luz
verdadera
que
ilumina
a
todo
hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9)12.
En forma parecida se expresan otros muchos Padres:
Los
dos
vocablos,
-Unigénito
y
Primogénito-,
se
dicen
de
la
misma
persona,
pero
hay
mucha
diferencia
entre
unigénito
y
primogénito
...Esto
es
lo
que
nos
enseña
la
Escritura.
Refiriéndose
al
Unigénito
dice
que
«hemos
visto
su
gloria
como
gloria
del
Unigénito
salido
del
Padre,
lleno
de
gracia
y
de
verdad»
(Jn
1,14);
y
también
que
«el
Unigénito
está
en
el
seno
del
Padre»
(Jn
1,14),
siendo
conocido
como
Unigénito
por
la
unión
con
su
Padre...
Tal
es
el
significado
de
Unigénito:
el
único
engendrado
por
el
Padre,
con
quien
siempre
existe...
Con
respecto
al
Primogénito,
entendemos
su
significado
a
la
luz
de
estas
palabras:
«A
los
que
de
antemano
conoció
los
predestinó
a
reproducir
la
imagen
de
su
Hijo,
a
fin
de
que
El
sea
Primogénito
entre
muchos
hermanos»
(Rom
8,29);
nos
da a entender el Apóstol, llamándole Primogénito, que tiene muchos hermanos, pues son muchos los que participan de la filiación divina13.
Creemos
en
«Jesucristo,
su
único
Hijo»,
pues
aunque
hay
muchos
hijos
por
gracia,
sólo
El
lo
es
por
naturaleza,
siendo
«
nuestro
Señor»
por
habernos
librado del servicio a tantos y tan crueles señores, para no volver a la condición primera sino permanecer en la libertad lograda14.
Esta
filiación
es
el
fundamento
de
la
reciprocidad
de
señorío
y
salvación
entre
Jesús
y
el
Padre.
Aquellos
a
quien
Jesús
acoge
son
acogidos
por
Dios;
a
quienes
incorpora
en
su
comunión
son
reconocidos
por
Dios.
La
aceptación
o
rechazo
de
Jesucristo
determinan
el
destino
del
hombre
ante
Dios
(Lc
9,48;
10,16; Jn 13,20).
La
filiación
de
Jesús
es
proclamada
por
la
voz
del
Padre
en
el
bautismo
y
en
la
transfiguración:
«Este
es
mi
Hijo
amado,
en
quien
me
complazco:
escuchadle»
(Mt
17,5;
3,17;
1
Jn
5,9-12;
2
Pe
1,17-18).
Como
Hijo
de
Dios
es
confesado
por
los
discípulos
ante
el
milagro
inesperado
de
la
tempestad
calmada
(Mt
14,33);
es
también
la
confesión
de
Pedro,
inspirado
por
el
Padre
mismo:
«Tú
eres
el
Cristo,
el
Hijo
de
Dios»
(Mt
16,16)
y
hasta
como
acusación
en
el
proceso
es
proclamado
-y
condenado-
como
Hijo
de
Dios
(Mt
26,63);
así
lo
llaman
quienes
lo
ven
en
la
cruz
con
compasión,
en
burla
o
como
confesión
de fe (Mt 27, 40.43.54).
Hijo
de
Dios
es
una
expresión
que
hallamos
en
el
Antiguo
Testamento
aplicada
al
rey
de
Israel,
no
como
engendrado
por
Dios,
sino
como
el
elegido
de
Dios.
Pero
ya
en
el
Antiguo
Testamento
la
filiación
divina
por
elección
del
rey
se
convirtió
en
profecía,
en
promesa
de
que
un
día
surgiría
un
rey
que
con
razón
podría decir: «Voy a anunciar el decreto de Yavé: El me ha dicho «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado» (Sal 2,7)
La
comunidad
cristiana
creyó
realizada
esta
profecía
en
la
resurrección
de
Jesús:
«También
nosotros
-proclama
Pablo-
os
anunciamos
la
Buena
Nueva
de
que
la
promesa
hecha
a
los
padres
Dios
la
ha
cumplido
en
nosotros,
los
hijos,
al
resucitar
a
Jesús,
como
está
escrito
en
los
salmos:
«Hijo
mío
eres
Tú;
yo
te
he
engendrado
hoy»
(He
13,32-33).
«Este
hoy
no
es
reciente,
sino
eterno.
Es
un
hoy
sin
tiempo,
anterior
a
todos
los
siglos:
«Antes
de
la
aurora
te
engendré»
(Sal 110,3)15.
La
paradoja
es
tremenda.
Es
una
contradicción
creer
que
el
que
ha
muerto
crucificado
en
el
Gólgota
es
la
persona
de
quien
se
habla
en
este
salmo
dos.
¿Qué
significa
esta
confesión
de
fe?
Afirma
que
la
esperanza
en
el
rey
futuro
de
Israel
se
realiza
en
el
crucificado
y
resucitado.
Expresa
la
fe
de
que
aquel
que
murió
en
cruz,
renunció
al
poder
del
mundo,
prohibió
la
espada
y
no
respondió
al
mal
con
el
mal,
sino
que
respondió
dando
la
vida
por
quienes
le
crucificaban, El es el que recibe la voz de Dios, que le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado».
Al
fracasado,
al
que,
colgado
en
la
cruz,
le
falta
un
trozo
de
tierra
donde
apoyar
la
cabeza,
al
despojado
de
sus
vestidos,
al
abandonado
incluso
de
Dios,
a
El
se
dirige
el
oráculo
del
Señor:
«Tú
eres
mi
Hijo.
Hoy
-en
este
lugar-
te
he
engendrado.
Pídeme
y
haré
de
las
gentes
tu
heredad,
te
daré
en
posesión
los
confines de la tierra».
Si
los
títulos
de
Cristo,
Hijo
del
Hombre
y
Siervo
de
Yavé
se
unifican
en
Jesús,
lo
mismo
ocurre
con
los
apelativos
de
Rey,
Hijo
y
Siervo
de
Yavé.
En
cuanto
Rey
es
Siervo,
y
en
cuanto
Siervo
es
Rey.
Servir
a
Dios
es
reinar.
Porque
el
servicio
a
Dios
es
la
obediencia
libérrima
del
Hijo.
La
palabra
griega
país
une
los
dos
significados:
siervo
e
hijo.
Jesús
es
todo
El
Hijo,
Palabra,
Misión,
Servicio.
Su
obra
desciende
hasta
el
fundamento
de
su
ser,
identificándose
con
El.
Y
precisamente
porque
su
ser
no
es
sino
servicio,
es
Hijo.
Quien
se
entrega
al
servicio
por
los
demás,
el
que
pierde
su
vida,
vaciándose
de
sí
mismo
es
el
verdadero
hombre,
que
llega
a
la
estatura
adulta
de
Cristo,
crucificado
por
los
demás.
En
ese
amor
se
da
la
unión
del
hombre
y
Dios:
«Todo
es
vuestro,
vosotros de Cristo y Cristo de Dios» (1 Cor 3,23)16.
La
simultaneidad
de
Hijo
y
Siervo,
de
gloria
y
servicio,
la
ha
confesado
y
cantado
Pablo
en
la
carta
a
los
filipenses
(2,5-11).
Cristo,
siendo
igual
a
Dios,
no
codició
tal
igualdad,
sino
que
descendió
a
la
condición
de
esclavo,
hasta
el
pleno
vaciamiento
de
sí
en
obediencia
filial
al
Padre,
que
por
ello
le
exaltó
a
su
derecha en la gloria.
En
conclusión,
para
el
Evangelio
de
Juan,
Jesús
es
sin
más
el
Hijo
y
Dios
es
el
Padre.
Y
para
Pablo
Dios
es
el
Padre
de
Jesucristo.
La
invocación
Abba
-
Padre-
es
una
de
las
pocas
palabras
que
la
comunidad
cristiana
conservó
sin
traducir
del
arameo,
conservándola
tal
y
como
la
pronunciaba
Jesús,
con
toda
la
familiaridad
e
intimidad
con
Dios
que
ella
supone.
Así
la
comunidad
cristiana
afirmó
que
esa
intimidad
con
Dios
pertenecía
personalmente
a
Jesús
y
sólo
a
El:
«Sería
irrespetuoso
para
un
judío
y,
por
tanto,
inconcebible,
dirigirse
a
Dios
con
este
término
tan
familiar.
Fue
algo
nuevo
e
inaudito
el
hecho
de
que
Jesús
diese
ese
paso...
La
invocación
de
Jesús
a
Dios
nos
revela
la
espina
dorsal
de
su
relación
con
Dios».
Pero
lo
más
inaudito,
la
buena
y
sorprendente
noticia
es
que
Jesús
«nos
amaestró»
para
que
también
nosotros
«nos
atreviéramos»
a
dirigirnos
a
Dios
de
la
misma
manera,
con
la
misma
intimidad,
llamándole:
Abba 17.
Y como dice San Cirilo de Jerusalén:
Si
a
la
confesión
de
Pedro
de
Jesús
«como
Hijo
de
Dios
vivo»,
el
Salvador
replicó
con
una
bienaventuranza,
confirmando
que
se
lo
había
revelado
su
Padre
celestial,
quien
reconoce,
pues,
a
nuestro
Señor
Jesucristo
como
Hijo
de
Dios,
participa
de
esta
bienaventuranza;
el
que
niega,
en
cambio,
al
Hijo
de
Dios
es
infeliz y desgraciado 18.
3. NUESTRO SEÑOR
Jesús, al vaciarse totalmente de sí mismo, en obediencia filial, se convierte en Señor de todo el universo:
Cristo, a pesar de su condición divina,
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios,
al contrario, se anonadó a sí mismo
tomando la condición de siervo,
pasando por un hombre de tantos.
Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo
y le concedió el nombre sobre todo nombre;
de modo que al nombre de Jesús
se doble toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos
y toda lengua confiese
QUE CRISTO ES SEÑOR
PARA GLORIA DE DIOS PADRE. (Filp 2,6-11).
El
que
no
se
apropia
nada,
sino
que
es
pura
relación
al
Padre,
se
identifica
con
El:
es
'Dios
de
Dios',
es
el
Señor
ante
quien
se
inclina
reverente
el
universo.
El Cordero, degollado en obediencia al Padre como ofrenda por los hombres, es digno de recibir la liturgia cósmica, el honor y la gloria del universo:
Oí
un
coro
inmenso
de
voces
que
cantaba
un
cántico
nuevo:
Digno
es
el
Cordero
degollado
de
recibir
el
poder,
la
riqueza
y
la
sabiduría,
la
fuerza
y
el
honor,
la gloria y la alabanza.
Y todas las criaturas que existen en el cielo y sobre la tierra y debajo de la tierra y en el mar, y todo cuanto en ellos se contiene, cantaban:
Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. (Ap 5,9ss).
Jesús
es
la
imagen
que
Dios
ha
proyectado
de
sí
mismo
hacia
los
hombres
y
el
espejo
del
hombre
ante
Dios.
El
rostro
de
Dios
brilla
en
Jesús
y
en
Jesús
se
revela
al
hombre
el
verdadero
ser
del
hombre.
Jesucristo
revela
qué
es
el
hombre
delante
de
Dios
y
qué
es
Dios
para
el
hombre.
El
es
Hijo
de
Dios
y
es
nuestro Señor:
En
Cristo
hay
una
sola
Persona
con
una
doble
naturaleza,
de
modo
que
el
Hijo
de
Dios
y
el
Hijo
del
Hombre
no
es
más
que
«un
solo
Señor»,
que
tomó
la
condición
de
siervo
por
decisión
de
su
bondad
y
no
por
necesidad.
Por
su
poder
se
hizo
humilde,
por
su
poder
se
hizo
pasible,
por
su
poder
se
hizo
mortal...
para así destruir el imperio del pecado y de la muerte19.
La
Escritura
expresa
la
resurrección
y
exaltación
de
Jesús
con
la
confesión
de
fe
en
Cristo
como
Kirios:
«Jesús
es
el
Señor»
(Rom
10,9;
1Cor
12,3;
Filp
2,11).
Es
la
confesión
cultual
de
la
comunidad
cristiana:
Maranathá:
«Ven,
Señor»
(1
Cor
16,22;
Ap
22,20;
Didajé
10,10,6).
Pablo
llama
Kirios
al
Señor
presente
y
exaltado
en
la
gloria
junto
al
Padre.
Exaltado
a
la
derecha
del
Padre,
está
también
presente
por
su
Espíritu
en
la
Iglesia
(2
Cor
3,17),
sobre
todo,
en la Palabra y en la Celebración eucarística. El Señor presente en la Iglesia hace al apóstol y a cada cristiano servidores suyos:
Pues
ninguno
de
nosotros
vive
para
sí
mismo,
y
nadie
muere
para
sí
mismo;
si
vivimos,
vivimos
para
el
Señor;
y
si
morimos,
morimos
para
el
Señor;
vivamos
o muramos, pertenecemos al Señor. Para esto murió Cristo y retomó a la vida, para ser Señor de vivos y muertos (Rom 14,7-9; 1 Tim 1,2,12).
Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y también nosotros (1 Cor 8,6).
La
confesión
de
Jesús
como
Señor
forma
parte
del
contenido
más
antiguo
de
la
tradición
bíblica
y
de
la
formación
del
Credo
cristiano.
Pablo
encuentra
esta
confesión
en
las
comunidades
cristianas
cuando
se
convierte
a
Cristo
(He
26,16).
Es
una
fórmula
litúrgica,
que
se
proclama
como
don
del
Espíritu
Santo:
«Jesús
es
el
Señor»
(1Cor
12,3);
es
intercesión:
Kyrie
eleison:
«Señor,
ten
piedad»;
como
intercesión
es
la
conclusión
de
todas
las
oraciones
litúrgicas:
«Por
Cristo,
nuestro
Señor».
De
tal
modo
está
unida
la
confesión
de
Cristo
como
Señor
a
la
celebración
litúrgica
que
nos
reunimos
para
celebrarla
«el
día
del
Señor»
(Cfr.
Ap
1,10).
Y
lo
que
celebramos,
lo
vivimos
luego
en
la
historia.
De
aquí
la
invocación
permanente
del
Señor
-oración
del
corazón-
de
la
Iglesia
oriental, «pues todo el que invoque el nombre del Señor se salvará» (He 2,21; Rom 10,13; Jn 20,28).
A
causa
de
esta
confesión
de
Cristo
como
Señor,
los
primeros
cristianos
entraron
en
conflicto
con
el
Imperio
y
con
el
culto
al
Emperador.
En
las
persecuciones
que
sufrieron
los
cristianos
de
los
primeros
siglos,
fueron
muchos
los
mártires
que
murieron
confesando
a
Cristo
como
Señor,
como
único
Señor
(Cfr.
1Cor
15,31),
negándose
a
pronunciar
siquiera
«Kaesar
Kyrios».
La
confesión
de
Cristo
como
Señor
es
hoy,
como
ayer,
el
fundamento
de
la
libertad
cristiana
frente
a
tantos
señores
que
presumen
de
poseer
la
clave
de
salvación
de
la
humanidad
y
reclaman
para
sí
el
poder
y
la
gloria.
Frente
a
todos
estos
señores,
la
Iglesia
de
nuestro
tiempo
proclama,
en
fidelidad
a
la
tradición
apostólica
del
Credo,
que
«Jesucristo
es
la
clave,
el
centro
y
el
fin
de
toda
la
historia
humana»
(GS,
n.10),
pues
«el
Señor
es
el
punto
de
convergencia
hacia
el
cual
tienden
los
deseos
de
la
historia
humana,
centro
de
la
humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (n.45).
Ser
cristiano
es
reconocer
a
Jesucristo
como
Señor,
vivir
sólo
de
El
y
para
El,
caminar
tras
su
huellas,
en
unión
con
El,
en
obediencia
al
Padre
y
en
entrega
al
servicio
de
los
hombres.
Ser
en
Cristo,
vivir
con
Cristo,
por
Cristo
y
para
Cristo
es
amar
en
la
dimensión
de
la
cruz,
como
El
nos
amó
y
nos
posibilitó
con
su
Espíritu. Esta es la buena noticia que resuena en el mundo desde que el ángel lo anunció a los pastores en Belén:
Os
anuncio
una
gran
alegría,
os
ha
nacido
hoy,
en
la
ciudad
de
David,
un
Salvador,
que
es
el
Cristo
Señor
(Lc
2,10-11).
De
lo
cual,
en
otro
lugar,
dice
uno
de
los
apóstoles:
El
ha
enviado
su
Palabra
a
los
hijos
de
Israel,
anunciándoles
la
Buena
nueva
de
la
paz
por
medio
de
Jesucristo
que
es
Señor
de
todo
(He
10,36)20.
Los
cristianos,
pues,
reconocen
y
confiesan
que
«para
nosotros
no
hay
más
que
un
sólo
Señor,
Jesucristo
(1Cor
8,6;
Ef
4,5).
Con
la
confesión
de
«Señor
nuestro»
excluyen,
por
tanto,
toda
servidumbre
a
los
ídolos
y
señores
de
este
mundo,
viviendo
la
renuncia
a
ellos
que
hicieron
en
su
bautismo
y
confesando
el
poder
de
Cristo
sobre
ellos
(Rom
8,39;
Filp
3,8).
En
efecto,
quienes
antes
de
creer
en
el
Señor
Jesús
sirvieron
a
los
ídolos
(Gál
4,8;
1Tes
1,9;
1Cor
12,2;
1Pe
4,3)
y
fueron
esclavos
de
la
ley
(Rom
7,23.25;
Gál
4,5),
del
pecado
(Rom
6,6.16-20;
Jn
8,34)
y
del
miedo
a
la
muerte
(Heb
2,14),
por
el
poder
de
Cristo
fueron
liberados
de
ellos,
haciéndose
«siervos
de
Dios»
y
«siervos
de
Cristo»
(Rom
6,22-23;
1Cor
7,22),
«sirviendo
al
Señor»
(Rom
12,11)
en
la
libertad
de
los hijos de Dios, que «cumplen de corazón la voluntad de Dios» (Ef 6,6), «conscientes de que el Señor los hará herederos con El» (Col 3,24; Rom 8,17).
..........................
1. F. FRISOGLIO, Cristo en los Padres de la Iglesia. Antología de textos, Barcelona 1986.
2. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X,4.
3. SAN PEDRO CRISOLOGO, Sermón 58.
4. Mc 2,10.27; 8,31; 9,31; 10, 33.45; 13,26; Lc 7,34; 9,58; 12,8-9; Mt 25,32.
5. Redemptoris Missio, n.6.
6.
Cfr.
J.
RATZINGER,
o.c.,
p.
172ss;
J.M.
SANCHEZ
CARO,
Creo
en
Jesucristo,
en
El
Credo
de
los
cristianos,
o.c.,
p.
65-80;
W.
KASPER,
Jesús,
el
Cristo,
Salamanca 1976, p. 122-137.
7. Cfr. J. RATZINGER, o.c., p. 172-178.
8. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X 1.
9. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI,9.
10. C.H. DODD, Interpretación del cuarto Evangelio, Madrid 1978, p. 265.
11. Cfr. O.G. DE CARDEDAL, Creo en Jesucristo Hijo de Dios, en El Credo de los cristianos, o.c., p. 81-100.
12. SAN AGUSTIN, De Fide et Symbolo, II,3-4,7.
13. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía II 1-V 6.
14. SAN PEDRO CRISOLOGO, Sermón 57.
15. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI, 5.
16. J. JEREMIAS, O.c., p. 29-38.
17. Cfr. C. GURRE, Padre, nombre propio de Dios, Concilium 163 (1981) 370ss.
18. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XI, 3.
19. SAN LEON MAGNO, Homilía 46,1.
20. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis X, 10.
CREO EN JESUCRISTO
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