TRES PERSONAS
Dios
es
un
Dios
vivo.
Pero,
¿en
qué
consiste
su
vida?
Es
difícil
entrar
en
el
tema,
teniendo
en
cuenta
lo
poco
acostumbrados
que
estamos
a
pensar
sobre
esta cuestión.
De
la
misma
forma
que
nos
preguntamos
qué
hace
un
hombre
con
su
tiempo,
podemos
plantearnos:
¿Qué
hace
Dios
con
su
eternidad?
¿Qué
hace
consigo
mismo? Ya que no está permanentemente ocioso, ¿cuál será su ocupación?
Podemos
caer
en
la
tentación
de
decir
que
gobierna
el
Universo,
y
contentarnos
con
eso.
Ahora
bien,
no
podemos
pensar
que
lo
hemos
dicho
todo.
El
gobierno
de
un
Universo
finito
no
puede
ser
nunca
la
ocupación
de
un
ser
infinito.
El
Universo
puede
parecernos
gigantesco
a
nosotros;
pero
no
a
El,
que
lo
hizo
de
la
nada,
que
no
necesitaba
haberlo
hecho.
Podemos
suponer
que
es
para
El
algo
marginal,
pero
no
lo
más
importante.
Si
alguien
dijera
que
Shakespeare
fue
un
gran
actor,
no
estaría
mintiendo;
pero
olvidaría
su
labor
más
importante:
la
de
escritor.
Es
cierto
que
Dios
gobierna
el
Universo;
pero
ésa
no puede ser su ocupación básica. Entonces, ¿cuál es esa ocupación?
Vamos
a
concentrarnos
en
las
dos
operaciones
fundamentales
del
espíritu:
Dios
conoce
y
ama
infinitamente.
¿Qué
es
lo
que
ama
con
su
infinita
capacidad
de
amar?
De
modo
casi
instintivo,
tendemos
a
responder
que
«el
hombre».
Y
es
verdad,
gracias
a
Dios.
Pero,
por
la
misma
razón
que
acabamos
de
ver,
es
sólo
una
verdad
secundaria.
Las
criaturas
finitas
no
constituyen
un
objeto
adecuado
para
el
amor
infinito,
porque
no
podemos
apreciarlo,
ni
corresponder
a
él
debidamente, y —de nuevo— porque no tiene necesidad de nuestra existencia.
Podemos
decir,
en
cambio,
que
Dios
se
ama
a
sí
mismo.
Por
más
que
esto
arroje
una
gran
luz
sobre
el
teólogo,
suele
suponer
una
cierta
desilusión
para
el
cristiano
medio:
la
noción
de
un
Dios
eternamente
solitario,
que
se
ama
a
sí
mismo
todo
lo
que
es
capaz,
no
nos
impulsa
mucho
en
nuestra
vida
interior.
Y,
ciertamente,
el
hombre
ha
encontrado
casi
siempre
algo
sobrecogedor
en
ese
Dios
solitario.
Fue
precisamente
ese
temor
la
causa
de
que
los
paganos
inventaran tantos dioses; un Dios que tuviera compañeros de su misma naturaleza no resultaba tan sobrecogedor.
Su
deseo
de
encontrar
compañía
para
Dios
era
—en
el
fondo—
natural;
pero
la
solución
que
dieron
es
errónea.
Tuvo
que
venir
Cristo
Señor
Nuestro
para
revelarnos
que
Dios
no
está
solo;
que
existen
—dentro
de
una
única
naturaleza
divina—,
no
varios
dioses,
sino
tres
personas
en
un
solo
Dios.
La
vida
divina
consiste en el conocimiento y el amor de las tres personas. Y Cristo Señor Nuestro ha querido que participemos del conocimiento de esa verdad.
A
medida
que
avanzamos
en
la
lectura
del
Evangelio,
nos
damos
cuenta
de
que
el
Señor
nos
va
diciendo
cosas
nuevas
acerca
de
Dios,
de
las
que
ya
hay
insinuaciones y presagios en el Antiguo Testamento, pero no afirmaciones categóricas.
Junto
a
su
insistencia
en
la
unidad
de
Dios,
hay
una
continua
referencia
a
una
cierta
pluralidad.
Esta
no
va,
por
supuesto,
en
detrimento
del
monoteísmo
más
estricto:
Nuestro
Señor
cita
el
Antiguo
Testamento,
cuando
dice
«Escucha,
Israel:
el
Señor
tu
Dios
es
el
único
Dios».
Pero
hay
un
nuevo
elemento
de
pluralidad,
que
—no
obstante—
deja
intangible
la
unidad.
San
Mateo
(XI,
27)
y
San
Lucas
(X,
22)
nos
transmiten
una
misma
frase:
«Nadie
conoce
al
Hijo
de
Dios
sino
el
Padre,
y
nadie
conoce
al
Padre
sino
el
Hijo»:
vemos
aquí
dos
personas
situadas
a
un
mismo
nivel.
«Yo
y
el
Padre
somos
uno»
(San
Juan
X,
30):
son dos personas y —sin embargo— son uno .
Al
final
del
Evangelio
de
San
Mateo,
sale
a
relucir
una
tercera
persona,
siempre
dentro
de
la
unidad:
«Bautizándoles
en
el
nombre
del
Padre,
y
del
Hijo,
y
del
Espíritu Santo». Tres personas, con un solo nombre, y —por tanto— con una sola naturaleza, ya que Dios llama a las cosas de acuerdo con lo que son.
Esta
combinación
de
unidad
y
pluralidad
es
mucho
más
evidente
en
los
cuatro
capítulos
—XIV
a
XVII—
en
los
que
San
Juan
nos
narra
la
última
Cena.
(Cualquiera
que
esté
empezando
a
tomarse
en
serio
la
Teología,
debe
leerlos
una
y
otra
vez;
su
riqueza
es
inagotable.)
Es
especialmente
notable
en
ellos
lo
que podríamos llamar la «interrelación».
Así cuando el Apóstol Felipe dice: «Muéstranos al Padre» (Jn XIV, 8), Nuestro Señor responde: «Cualquiera que me ha visto a mí, ha visto al Padre».
De
modo
similar,
Nuestro
Señor
dice
que
escuchará
nuestra
oración
(Jn
XIV
,15),
y
que
su
Padre
también
lo
hará
(Jn
XIV,
23),
que
El
enviará
el
Espíritu
Santo (Jn JVI, 7), y que su Padre también lo hará (Jn XIV, 16).
En la doctrina de la Santísima Trinidad, todas estas afirmaciones encuentran —milagrosamente-- su lugar.
La doctrina en esquema
La
noción
de
un
Dios
en
tres
personas
tiene
que
ser
profundamente
misteriosa.
No
la
conoceríamos
si
Dios
no
hubiera
descorrido
el
velo
para
que
podamos
verla.
Aún
conociéndola,
podríamos
sentir
la
tentación
de
pensar
que
está
demasiado
lejos
de
nuestro
entendimiento.
Pero
no
es
posible
que
estemos
totalmente
a
oscuras;
Dios
no
se
burlaría
de
nosotros
revelándonos
algo
que
no
nos
sirva
para
nada.
Puesto
que
quiere
que
le
conozcamos,
debemos
corresponder poniendo todo el esfuerzo de nuestra parte para ello.
De acuerdo con su enunciación más sencilla, la doctrina contiene cuatro verdades:
En una única naturaleza divina hay tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Ninguna de las personas es otra, sino que cada una es, por completo, ella misma.
El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu Santo es Dios.
No son tres Dioses, sino un solo Dios.
Una
vez
oí
decir
a
un
teólogo
—no
católico—,
cuando
alguien
le
preguntó
sobre
la
Trinidad:
«No
me
interesa
el
aspecto
anecdótico
de
Dios».
En
ocasiones,
incluso
los
católicos
pensamos
que
nos
enfrentamos
con
una
contradicción
matemática,
como
si
estuviéramos
diciendo:
3
=
1.
No
es
así,
por
supuesto.
Estamos
diciendo:
«Tres
personas
en
una
naturaleza».
El
problema
está
en
que,
cuando
no
darnos
sentido
a
las
palabras
persona
y
naturaleza,
tienden
a
desaparecer,
quedándonos
sólo
con
los
dos
números,
como
si
representaran
la
verdad
suprema
de
Dios.
Debemos,
por
tanto,
entender
lo
que
las
palabras
«persona» y «naturaleza» significan; así entenderemos el sentido que el tres y el uno tienen.
Los
primeros
pasos
de
nuestra
investigación
sobre
la
persona
y
la
naturaleza
son
muy
sencillos.
Cuando
utilizamos
la
frase
«mi
naturaleza»,
queremos
decir
que
hay
una
persona
—«yo»--
que
posee
una
naturaleza.
La
persona
no
podría
existir
sin
tener
una
naturaleza,
pero
parece
que
hay
que
hacer
una
precisión:
la
persona
posee
a
la
naturaleza,
y
no
viceversa:
Decimos
«mi
naturaleza»,
no
hablamos
de
«la
persona
de
mi
naturaleza»
o
del
«yo
de
la
naturaleza».
Después,
vemos
que
persona
y
naturaleza
responden
a
dos
preguntas
distintas.
Si
nos
damos
cuenta
(a
media
luz,
por
ejemplo)
de
que
hay
algo
en
una
habitación,
preguntamos:
«¿Qué
está
ahí?»
Si
vemos
que
es
una
persona,
pero
no
distinguimos
su
cara,
preguntamos
:
«Quién
está
ahí?»
«Qué»
se
refiere
a la naturaleza; «Quién», a la persona.
Hay
otra
distinción
que
no
requiere
ninguna
formación
filosófica
para
ser
comprendida.
Mi
naturaleza
determina
lo
que
puedo
hacer.
Puedo
levantar
mi
mano,
por
ejemplo,
porque
esa
acción
es
adecuada
a
mi
naturaleza
humana;
puedo
comer,
reír,
dormir
o
pensar,
porque
cada
una
de
esas
acciones
se
adecúa
a
mi
naturaleza
humana.
No
puedo
poner
un
huevo,
porque
eso
es
propio
de
la
naturaleza
del
pájaro;
si
muerdo
a
un
hombre,
no
le
enveneno,
porque
eso
es
propio
de
la
naturaleza
de
la
serpiente;
no
puedo
vivir
en
el
agua,
porque
eso
es
propio
de
la
naturaleza
del
pez.
Pero,
aunque
sea
mi
naturaleza
la
que
determina
qué
acciones
puedo
realizar,
yo
las
hago
personalmente;
la
naturaleza
es
la
fuente
de
nuestras
operaciones,
y
la
persona
es
quien
las
lleva
a
cabo.
Aplicando
esto
al
ser
de
Dios,
podemos
decir
que
no
hay
más
que
una
naturaleza
divina,
una
sola
respuesta
a
la
pregunta
«¿Qué
es
Dios?»,
una
sola
fuente
de
las
operaciones
divinas.
Pero
son
tres
los
que
poseen
esa
única
naturaleza
totalmente.
A
la
pregunta:
«¿Quién
eres?»,
cada
uno
de
los
tres
daría
su
propia
respuesta:
«el
Padre»,
«el
Hijo»
o
«el
Espíritu
Santo».
Pero
a
la
pregunta
«¿qué
eres?»,
los
Tres
responderían
«Dios»,
porque
cada
uno
de
los
Tres
posee totalmente la misma naturaleza divina, y es la naturaleza lo que determina qué es un ser.
Puesto
que
cada
uno
posee
esa
naturaleza
divina,
puede
hacer
todo
lo
que
es
propio
de
Dios.
Puesto
que
cada
uno
es
Dios,
no
hay
distinción,
ni
en
el
ser
ni
en sus operaciones. Es necesario —de todas formas— precisar aquí dos puntos especialmente.
En
primer
lugar,
las
tres
personas
no
se
reparten
la
naturaleza
divina,
que
es
esencialmente
simple
y
no
puede
ser
dividida:
sólo
puede
ser
poseída
en
su
totalidad.
En
segundo
lugar,
las
tres
Personas
son
distintas,
pero
no
están
separadas.
Son
distintas,
porque
cada
una
es
Ella
misma;
pero
no
pueden
separarse,
porque
cada
una
es
lo
que
es
por
el
mero
hecho
de
poseer
una
misma
naturaleza;
separada
de
esta
única
naturaleza,
ninguna
de
las
Tres
personas
podría
existir.
Al principio, el esfuerzo de pensar en todo esto puede parecer arduo e infructífero. Pero sólo al principio: los frutos de la perseverancia son inmensos.
Misterio, pero no contradicción.
La
naturaleza
única,
infinita
e
indivisible
de
Dios
es
poseída
totalmente
por
tres
personas;
cada
una
de
las
cuales,
es
por
lo
tanto,
Dios;
cada
una
de
las
cuales
es,
por
lo
tanto,
capaz
de
hacer
todo
aquello
que
se
atribuye
al
ser
de
Dios.
Si
aplicamos
seriamente
nuestro
entendimiento
a
esta
suprema
Verdad,
podemos encontrar dos dificultades:
Puede parecer inconcebible —o, incluso, una contradicción en los términos— que una naturaleza pueda ser poseída por tres personas.
Puede darnos la impresión de que si el Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu Santo es Dios, hay tres Dioses, y no uno.
Hay que prestar atención a cada una de estas dificultades.
Tomemos
primero
la
aparente
contradicción
de
que
tres
personas
tengan
una
sola
naturaleza.
Si
pensamos
en
los
términos
persona
y
naturaleza,
refiriéndolos
a
nosotros
mismos,
parece
claro
que
una
naturaleza
sólo
puede
ser
poseída
y
utilizada
por
una
persona:
Ahora
bien,
esta
aparente
claridad
procede
de
una
visión
superficial.
Es
verdad
que
somos
conscientes
de
una
realidad
en
nosotros
—naturaleza—
por
lo
que
somos
lo
que
somos,
y
otra
realidad
también
en
nosotros
—persona
o
yo—
por
la
que
somos
quienes
somos.
Pero
no
somos
capaces
de
ver
con
certeza
si
son
realmente
dos
realidades o dos aspectos de una misma realidad.
No
es
nada
fácil
verse
tal
y
como
uno
es:
tenemos
una
noción
vaga
de
nuestra
naturaleza,
y
más
vaga
aún
de
nuestra
persona.
Si
alguien
nos
dice:
«háblame
de
ti
mismo»,
hablaremos
de
nuestras
cualidades
o
de
las
cosas
que
hacemos,
pero
no
del
yo
que
posee
esas
cualidades
o
hace
esas
cosas.
Sabemos
que
hay
un
yo,
pero
no
acertamos
4
enfocarlo.
Tanto
en
lo
que
se
refiere
a
la
naturaleza
que
poseo,
como
a
la
persona
que
soy,
hay
más
oscuridad
que luz.
Por
ello,
a
pesar
de
que
nuestra
experiencia
nos
diga
que
una
naturaleza
sólo
puede
ser
poseída
por
una
persona,
no
podemos
pretender
con
honradez
que
sabemos
lo
suficiente
de
la
naturaleza
y
de
la
persona
—ni
siquiera
en
el
hombre—como
para
afirmar
que
una-a-una
sea
la
única
relación
posible
entre
ambas.
Por
lo
que
se
refiere
al
Ser
infinito,
no
tenemos
ninguna
experiencia;
si
Dios
nos
dice
que
en
El
hay
tres
personas,
no
hay
razón
para
ponerlo
en
duda, sino que debemos sencillamente tratar de entenderlo.
Vayamos
ahora
a
por
la
objeción
—más
común
entre
los
ateos
inteligentes—
de
que
si
cada
una
de
las
tres
personas
es
Dios,
entonces
habrá
tres
Dioses.
Tal
vez
el
modo
más
rápido
de
mostrarles
la
falacia
de
lo
anterior
sea
tomar
la
frase
«tres
hombres».
Pedro,
Juan
y
Miguel
son
tres
persa
nas
distintas,
cada
una
de
las
cuales
posee
una
naturaleza
humana.
Hasta
aquí
el
paralelo
con
la
primera
afirmación
es
completo:
el
Padre,
el
Hijo
y
el
Espíritu
Santo
son
tres
personas distintas, cada uno de los cuales posee una naturaleza divina.
Pero
hay
una
diferencia.
Pedro,
Juan
y
Miguel
tienen
—cada
uno—
su
propia
dotación
de
naturaleza
humana.
Pedro
no
conoce
con
el
entendimiento
de
Juan;
Juan
no
ama
con
la
voluntad
de
Miguel;
cada
uno
tiene
las
suyas.
La
frase
«tres
hombres»,
por
tanto,
quiere
decir
tres
personas
distintas,
cada
una
de
las cuales con su propia naturaleza humana, con los caracteres propios del hombre.
La
frase
«tres
Dioses»
sólo
podría,
entonces,significar
tres
personas
distintas,
pero
cada
una
con
su
propia
naturaleza
divina,
con
los
caracteres
propios
de
Dios.
Pero
no
es
así:
poseen
una
sola
naturaleza
divina;
hacen
lo
que
los
tres
hombres
no
podían
hacer:
conocen
con
el
mismo
entendimiento,
aman
con
la
misma voluntad. Son tres personas, y cada una es Dios. Pero son un Dios, no tres Dioses.
Si
esto
fuera
todo,
estaríamos
en
condiciones
de
afirmar
—por
lo
menos—
que
no
vemos
contradicción
en
la
doctrina
de
la
Santísima
Trinidad.
Pero
probablemente
podríamos
decir
que
no
conseguimos
ver
más
allá.
Que
nos
digan
que
la
infinita,
naturaleza
divina
—ya
de
por
sí
bastante
misteriosa
,para
nosotros—
es
poseída
por
tres
entes
aún
más
misteriosos,
nos
deja
en
la
oscuridad
más
completa.
Sólo
conociendo
los
caracteres
de
las
personas
empezaremos a ver crecer la luz.
Debemos,
con
la
ayuda
de
Dios,
llevar
a
nuestras
mentes
la
noción
del
infinito
acto
de
generación
por
el
que
Dios
Padre
engendra
al
Hijo,
y
la
noción
de
la
infinita
unión
en
el
amor
por
la
que
el
Espíritu
Santo
procede
del
Padre
y
del
Hijo.
Con
ello,
nos
habremos
acercado
un
poco
más
a
la
respuesta de la cuestión que nos ocupa: ¿en qué consiste la vida de Dios?
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